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Elogio de la férula

Hoy el mundo es distinto. Y por eso andamos como andamos, de culo p’al estanco, como decían nuestros abuelos. 

Los de ahora, la gente nueva, las nuevas generaciones no saben lo que, en materia educativa, significó el uso de la férula como auxiliar disciplinario  de primera importancia.

Cuando digo férula no me refiero al dispositivo médico que los ortopedistas colocan en el lugar de la fractura para enderezar el hueso.  Cuando yo de niño me partí un brazo por andar montando en una mula pajarera que me patarribió, el sobandero no utilizó férula, ni                                                                                                                                               yeso, ni venda. Me entablilló el hueso, después de hacerme chillar con las sobadas.

Pero la férula a que hoy me refiero era otra. La utilizaban los maestros de escuela. “Aquí está la que manda y no ruega”, decía el docente, y nos mostraba una regla de madera, ancha en un extremo, del tamaño de la mano,      y el mango largo por donde el maestro la sujetaba.

Dos o tres ferulazos en cada mano eran suficientes para poner al muchachito a brincar en una pata en medio de un torrente de lágrimas y promesas de nunca más volver a cometer la falta.

Estoy hablando de cincuenta años atrás, cuando al maestro se le respetaba como se respetaba a los papás y en general a los superiores.

Si el alumno llegaba tarde a la escuela, su ferulazo se llevaba.  Y si volvía a llegar tarde: dos ferulazos. Tres ferulazos…  Y entre ferulazo y ferulazo aprendimos a llegar a tiempo a todas partes. Hoy pienso que aquellos que siempre llegan tarde a sus citas, a sus compromisos, a sus reuniones, no tuvieron la enseñanza de la que “manda y no ruega”.

Si las tablas de multiplicar  no entraban por las buenas, repitiendo y repitiendo cuatro por siete veintiocho, nueve por seis cincuenta y cuatro, a punta de férula las tablas entraban.

Si el muchachito no saludaba al llegar, tome férula. Si lo pillaban hablando en la iglesia a la hora de la misa (los domingos, camisa blanca y pantalón negro, en fila india, a la misa), la fórmula era sencilla: cinco ferulazos.

Había que darle la acera a las mujeres y a los mayores, ayudar a pasar la calle a los ancianos, recoger la basura  y no tirar al piso papeles ni cortezas de frutas, porque ahí, en la mesa del maestro, estaba la férula, sedienta de ayes y de lágrimas y de sufrimientos, a la espera de que le llegara la carnada, la víctima, el pecador, el delincuente.

Pero existía una contra: Poner dos pestañas en cruz en la  palma de la mano que recibiría el castigo, y al dar el golpe, la férula saltaría vuelta añicos. Algunos corrimos el peligro de quedarnos sin pestañas, pero la férula seguía intacta. Tal vez nos faltaba fe.

Los ferulazos no rompían ningún hueso, no sacaban sangre, no producían hematomas, no dejaban huella, pero la enseñanza quedaba para siempre. Ahora que andamos con la patria al revés, sangrando por un lado y por el otro; ahora que se les perdió el respeto a las instituciones y a la iglesia y a la paz  y a los mayores, pienso en la falta que está haciendo la férula. Falta la férula en la escuela, como falta el rejo en la casa.

Al que le robaba un lápiz o un borrador al compañero, tres ferulazos en cada mano, y santo remedio. Al que sorprendían copiando en un examen (corrupción) cinco ferulazos y dejaba la costumbre. Al que le pateaba la lonchera al compañero, diez ferulazos, y nunca más. 

Hoy el mundo es distinto. Y por eso andamos como andamos, de culo p’al estanco, como decían nuestros abuelos. 

gusgomar@hotmail.com

Martes, 25 de Mayo de 2021
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