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¡Inocentes, nosotros!

Inocentes nosotros, que creímos que por quedar China tan lejos, no iba a llegar la peste hasta estos parajes.

Ayer, 28 de diciembre, celebramos en todo el mundo católico la fiesta de los Santos Inocentes, los carajitos menores de dos años que el rey Herodes mandó a degollar, para que entre ellos cayera el Niño Jesús. ¡Como si fuera tan fácil ponerle trampas a Dios!

En aquella persecución murieron miles de inocentes niños, que nada tenían que ver con el conflicto Jesús – Herodes, lo mismo que pasa ahora con el Coronavirus que se entretiene matando gente inocente, a todo el que le dé papaya.

Con el tiempo, después de aquella infame matanza, a alguien –seguramente algún cucuteño mamador de gallo- se le ocurrió reírse de los demás, haciéndoles bromas para gritarles después “mis inocentes”, o “pásela por inocente”. La costumbre parece que se regó por muchos países, y aún hoy, a pesar de la pandemia, queda tiempo y actitud y ganas de mamar gallo, en este día de los santos inocentes. Por eso ayer muchas secretarias les dieron a sus jefes tinto con sal para verles arrugar la cara y reírse de ellos en sus propias barbas, siquiera una vez al año. Novias hay que  les ponen citas a sus novios, citas que no se cumplen, y cuando se supone que el man está que echa chispas, le entra la llamada al celular para decirle “tan inocente mi amor”. En los periódicos y noticieros divulgan noticias falsas, que terminan con la aclaración de que no hay tal.  Llegan regalos  que no son regalos sin cualquier envuelto. Y así se multiplican las “pegas”, al estilo de aquellas de “tú también caerás”. 

Pero otras veces, caemos de verdad por inocentones, por toches. Cuando empezó el Covid 19, nos comimos el cuento de que el causante había sido un murciélago chino, contagiado de no se sabe qué carajos. En China el murciélago es un manjar exquisito, como decir, un caldo de panche cucuteño o un caldo de venas en la Pesa o un sancocho de rampuche en El Zulia. Pues aquel caldo de murciélago enfermó a los chinos que comenzaron a morir de a uno, de a tres, por decenas y por miles.

Después supimos que no había sido el tal murciélago, sino un animalejo engendrado en laboratorios, que se les escapó (o lo dejaron escapar) y empezó a hacer estragos.  Inocentes nosotros, que nos comimos el cuento del murciélago, aquel animalejo feo como una rata voladora, al que en mi casa de niño sacábamos a escobazos de la alcoba.

Inocentes nosotros, que creímos que por quedar China tan lejos, no iba a llegar la peste hasta estos parajes, por lo que nos hicimos los pendejos y no le paramos bolas al cuento.

Y más inocentes aquellos que, cuando el gobierno dio la voz de alarma y dictó las primeras medidas de cuarentena, dijeron que eran exageraciones del gobierno y que no le harían caso.

Inocentes los que pusieron una tutela contra el presidente Duque porque estaba coartándoles los derechos a los viejitos, que no podían salir a la calle a contagiarse, creyendo que el virus respetaría canas y experiencia.

Inocentones siguen siendo los tercos que  hoy, después de tantos muertos, aún siguen sin tomar las medidas necesarias para que el maligno virus no se meta con ellos. Se creen intocables, bellos, supermanes. Y el virus no hace diferencias de belleza, ni de clases sociales ni de seres superiores.

Inocentes los que a esta hora no sabemos si dejarnos vacunar para protegernos, o nos les escondemos a los vacunadores para que no nos inoculen el chip que dicen que traen las vacunas. Mejor dicho, ¡les hacemos pistola!

 gusgomar@hotmail.com

Lunes, 28 de Diciembre de 2020
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