Una ventana y un camino se parecen a los secretos del viento, porque alargan el recuerdo hasta encontrarse con el eco del destino y sentir un sonido de campanas que seducen con su tañer de distancias y nostalgias.
Es el encuentro con la verdad, la puesta a tono con el mundo del amanecer, con el despertar de las horas quietas que van a recorrer el día y luego se recogerán, como los pájaros del parque, en la intimidad del atardecer.
Si uno rastrea el color de la luna, la sensibilidad comienza a componer una canción silenciosa, bellísima, como una sugerencia bonita de la imaginación circular del tiempo, sembrando sueños invisibles en el alma.
Y cuando los senderos se bifurcan en la mirada, el corazón intuye el porvenir y vuela presuroso de inquietudes ante un horizonte lejano, siempre ilusorio, en una apuesta misteriosa por adivinar laberintos.
Lo cierto es que todos los caminos poseen una extraña mezcla de serenidad y altanería, con la inspiración envidiosa de unos con otros para disputarse la luz que reposa al final, titilante en las estrellas.
Lo hermoso es ver volar las hojas que el viento arrebató al árbol y no volverán a colgarse de sus ramas, escuchar los murmullos de los pasos del tiempo que van lentos hacia la eternidad, como primicias inmortales.
En fin, es el juego de la vida rondando el universo y esa enigmática aptitud de congelar, por un instante, el aletear de un colibrí, para contemplar la sonrisa de la tierra que se curva lenta, como los caminos.
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