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Navidades en Bucaramanga

El segundo día era más emocionante, pues antes de llegar a San Cristóbal, ya se apreciaba el acento andino en el hablar de la gente, anunciando la proximidad de Colombia

Como buen santandereano, mi padre acostumbraba a madrugar cada vez que teníamos que viajar. Al parecer, esto lo había aprendido durante su niñez cuando su mama los llevaba a todos a “temperar” en Pamplona desde Bucaramanga. Como vivíamos en el oriente venezolano, debíamos atravesar todo ese país para llegar a Cúcuta, un viaje que duraba dos días. Siendo un niño de apenas 8 años, era de esperar que tuviera que llamarme varias veces a las 2 de la mañana para conseguir que por fin me despertara a medias. Lo hacía corriendo por toda la casa mientras sacaba las maletas y recitaba una de sus poesías favoritas, “el brindis del bohemio”.

La idea era que a las 3 ya estuviéramos en la carretera, porque según él, esa era la mejor hora para viajar. De esta manera me familiaricé con muchas ciudades, Caracas, Valencia, San Carlos, Guanare, para por fin hacer la primera escala en Barinas donde llegábamos como a las 6 de la tarde, debido a que su primer carro fue un Ford Cortina, algo parecido a los Simca de los años 70, que no alcanzaba a pasar de 80 Km/h sin empezar a temblar como una cafetera.

Como no había internet ni nada de esto de las redes sociales, eran 48 horas seguidas escuchando las historias sobre la infancia de mis padres y cómo se habían conocido, lo duro que les había tocado para estudiar y lo mucho que se querían. El segundo día era más emocionante, pues antes de llegar a San Cristóbal, ya se apreciaba el acento andino en el hablar de la gente, anunciando la proximidad de Colombia. Luego de tanto tiempo en ese carrito sin aire acondicionado y con amortiguación rudimentaria, el descanso en Cúcuta era obligatorio para recuperar energías. Allí nos dirigíamos a la oficina de Telecom en la avenida 0 con calle 11, para llamar a la familia y decirles con mucha alegría “ya estamos en Cúcuta, mañana nos vemos”.

Por alguna razón, siempre llegábamos de noche. El Ford Cortina se apagaba en las subidas y arribar al Picacho tardaba más tiempo de lo normal, pero de ahí en adelante todo era fácil. Mi hermana y yo hacíamos competencias para ver quién divisaba la ciudad primero, mientras escuchábamos la música navideña en Radio Sutatenza. Cuando por fin se veían las luces de Bucaramanga todos gritábamos de alegría.

El hospedaje no era problema, mi mamá tenía una prima lejana, casada con el Dr. Tulio Enrique Castillo, quien llegó a ser muy conocido en la ciudad y eran sus padrinos de matrimonio, así que sus hijos de alguna manera también eran primos míos, tres de ellos contemporáneos conmigo, Christian, Juan Carlos y Adriana, quienes se convirtieron en mis compañeros de juego y más adelante, de fiestas, paseos, bailes y confidencias. Lo primero que hacían era llevarme a la novena de Navidad en la casa de algún vecino, para luego jugar con todos los amigos de la cuadra a la gambeta, escondite y quemados.

Yo no quería que esos días terminaran, de alguna manera mis padres se esforzaron en sembrar el arraigo por la tierra donde había nacido mientras hacíamos vida en otro país. Pero había que regresar, las vacaciones se quedaban atrás dando paso a otras obligaciones, ilusionado con volver para el próximo diciembre.

En el fondo de mis memorias, la Navidad sigue significando eso, pasar horas y horas con la familia encerrados contando nuestras vivencias para finalmente tener el mejor encuentro con nuestros seres queridos. Continuar transmitiendo esas tradiciones, como lo hacía mi padre desde las 2 de la madrugada.

Lunes, 3 de Enero de 2022
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