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¿Cómo es viajar en una buseta de Cúcuta?

En esta crónica, La Opinión le cuenta la vivencia en una unidad de transporte público que recorrió 12 barrios.

Se enciende el motor, arranca la travesía.

5:24 p.m. La buseta URM-050, de Transportes Tonchalá, parte del paradero en el barrio Siglo XXI, con una sola pasajera. Por séptima vez en el día inicia el recorrido por 12 barrios.

La tarde está fresca, el sol empieza a guardarse y la hora pico está por comenzar.

Ramona Gómez paga los 1.600 pesos del pasaje, uno de los más baratos en el país. Se sienta en la primera, de 19 sillas que tiene el vehículo. ¿Su destino? Motilones, el penúltimo barrio de la ruta. Va a trabajar en el restaurante de un pariente. Tres veces a la semana toma esa ruta.

“Esto es un paseo, y el servicio es bueno. Bonito (sarcásticamente) era salir cuatro horas antes en Caracas para poder llegar a tu trabajo, y de paso irte encima de las otras personas, como sardinas en lata”, cuenta la colombiana comparando el transporte cucuteño con el caraqueño, que utilizó durante 25 años. Recuesta su cabeza sobre el vidrio, y la mirada se le pierde en el cúmulo de cosas, personas, edificios, carros que pasan a través del vidrio. Prefiere no hablar más.

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Al salir de barrio Siglo XXI, se sube Juan Carlos. Se sienta junto a una de las ventanas del llamado puesto de los músicos, la última silla. “En las busetas la gente viene a contarle la vida a quien se le sienta al lado”, relata. Esa es la razón de su selección de asiento. Toma su celular de última generación y sigilosamente chatea a través de notas de voz durante todo el recorrido. El pico y placa le impidió sacar su motocicleta, por eso, sin opción, tomó la buseta.  

(Los buseteros pueden hacer hasta 10 veces el mismo recorrido al día.)

Dos cuadras más adelante, embarca Rigoberto Arenas. Su camiseta lo delata: el rostro de Leopoldo López; encima lleva un chaleco de una operadora telefónica venezolana. Es de Barinas. Quince minutos bastan para contar su vida y la realidad de su país.

El vaivén de la buseta, y los cruces, incontables, vuelven eterna la ruta. Pero a Rigoberto no le hace mella en su perorata. Se le sienta un segundo joven al lado, y repite al pie de la letra su hoja de vida personal y la de su país, ante el muchacho que calla y calla.

5:49 pm. El bus atraviesa el barrio San Luis. Una mujer, de unos 55 años, se sube apurada, y al revisar su bolso solo encuentra 1.200 pesos. Con vergüenza, pero sin escapatoria, pregunta al conductor: “Señor, por favor, ¿usted me puede colaborar?, me faltan 400”. 

Dani, el chofer, baja la velocidad en tramos. Saca su mano saludando a conocidos en ciertas esquinas y a choferes de otras líneas. “Uno está acostumbrado a los trancones, pero siempre reza para que no haya”, cuenta. 

Sube doña Ana*, de San Mateo. Va al centro de la ciudad. A su lado hay una coterránea. Conversan como si se conocieran de toda la vida, pero ninguna sabe el nombre de la otra. Ana cuenta cómo su hija consiguió trabajo en una empresa de publicidad en Bogotá. Comienza la semana próxima, tiene una niña que se quedará en Cúcuta con la abuela… está soltera. El cuento de Ana lo conocen todos los pasajeros de la parte posterior del bus: su tono de voz sube y baja con el ruido del motor.

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La cabina, ya iluminada por luces blancas, está casi llena. 

(Cada buseta tiene 19 puestos, que son insuficientes para la cantidad de pasajeros.)

Al pasar el centro comercial Ventura Plaza suben mujeres jóvenes con cuatro niños. Vienen de los juegos electrónicos. El tiquete en las manos de los niños es la mejor evidencia. La más grande apenas alcanza los 10 años. Un solo puesto queda en toda la buseta. Toca aglomerarse. Los tres más pequeños, en un solo asiento. La mayor se sienta en las piernas de una joven. 

“¡Kéiver, póngase el zapato!”, exige la mamá al único varón del cuarteto, que lleva un tenis en la mano. Su rostro revela su mal humor.

“Viene bravo porque no se quería venir de las máquinas”, le dice una de las niñas a la joven. “No sea sapa”, responde un ofuscado Kéiver, que calla durante el resto del recorrido.

Llega el centro. El verdadero retraso. Los vendedores se atraviesan. Unos buscan subir a la buseta, pero Dani no lo permite. “Me da mucha pena, pero ahora es raro dejar montar a vendedores. Mucho venezolano, y mucha gente pidiendo supuestamente por enfermedades, pero después los ves en otra cosa… No me presto para eso”. 

El tránsito está normal. A pesar de ser hora crítica, rueda rápido. 

¡Debajo del puente, señor! Grita una mujer. “Mija, allí está el botón rojo, para que marque y la dejen donde usted quiera”, le grita Armando, 65 años. Especialista en máquinas de coser, tiene 25 años utilizando la misma ruta de transporte. “Yo sí estoy orgulloso del servicio que brindan estos choferes, porque es humano. Habrá alguno, que será la excepción, pero la mayoría son respetuosos y solidarios con quienes no traen el pasaje completo. Lo único que no me gusta, son los buseteros que tienen esos equipos de sonido inmensos que pueden ocupar hasta un puesto, a todo volumen…  yo me bajo, enseguida”. 

“¡Kéiver, póngase el zapato!”, repite la madre del niño y acompaña su orden con una mirada que en otros no permitirá dudas. Pero eso no es con Kéiver. Dos repeticiones después, ella busca un lugar, se sienta y le pone el zapato al muchacho.

Siguen Claret y Motilones. Aquí se baja el 60 por ciento de los pasajeros. Ya el sol está oculto. Unas cuadras más adelante están el barrio Ospina Pérez, La Ermita, Buenos Aires y el paradero de Camilo Daza.

(La ruta que sigue la buseta de Tonchalá es una de las más largas de la ciudad.)

6:38 p.m. Dani apaga el motor de su buseta. En 10 minutos, repetirá el recorrido.

8:48 p.m. Dani enciende el motor de nuevo, y parte. Aún le faltan tres viajes…

Los choferes denuncian

Los conductores de las busetas denunciaron que han sido víctimas de robos dentro de los vehículos.

Hace un mes y medio, uno de los choferes de Transportes Tonchalá y sus pasajeros fueron atracados.

A las 2 pm, por la subida de las chiveras, tres muchachos que venían como usuarios, desde el centro de Cúcuta, sacaron un par de armas blancas y un revólver con los que sometieron a todos.

Dejaron sin pertenencias a los pasajeros. “A un señor, que se había subido en el Ventura, le quitaron más de dos millones y medio de pesos, contabilizando las pertenencias que llevaba. Solo en efectivo traía casi dos millones”, contó uno de los choferes.

El trío de delincuentes no superaba en edades los 25 años.

Sometieron al chofer para que bajara la velocidad y se lanzaron de la buseta hacia el canal.

“Por esta situación, preferimos no dejar montar a nadie a pedir, por seguridad a nuestra integridad y la de los propios pasajeros. Sobre todo porque nosotros trabajamos, incluso, hasta las 10 pm”, dijo un chofer. 

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Keila Vilchez
Keila Vílchez B.
Sábado, 20 de Enero de 2018
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