A las 7:30 p.m., cuando los comerciantes de la avenida 8 con calle 9 van cerrando sus locales para ir a descansar, los misioneros del Aguapanelazo Cúcuta hasta ahora empiezan a llegar al parque Mercedes Ábrego.
Llegan cargados de enormes termos de aguapanela fría y bolsas de pan, para regalarles a los habitantes de la calle un bocado; pero ellos, a diferencia de los demás voluntarios que realizan estas mismas acciones, llevan la merienda como una excusa para pasar un rato con los indigentes.
— ¿Quiénes somos?, pregunta a todo pulmón uno de los líderes del voluntariado.
— Misioneros, responde en coro el grupo, que sobrepasa las 40 personas.
— ¿A qué venimos?, sigue la arenga.
— A misionar, responde eufórica Yuleima, 36 años, y habitante de la calle, al ritmo de los bombos y tambores que empiezan a resonar en pleno parque.
Con este cántico, que pareciera sacado de un estribillo de una barra futbolera por su ritmo y el sonido de los tambores, los misioneros empiezan a llamar a los indigentes.
En menos de cinco minutos todas las personas del parque hacen un círculo para empezar con la merienda y el jolgorio.
Juan Manuel Carvajal, 18 años, toma la vocería e invita al público a elevar una oración. Acto seguido invita a sus compañeros a abrazar a quien tengan a su lado.
Uno de los jóvenes más novatos, mira hacia un lado y su compañera más cercana es Yuleima, trata de desviar la mirada en busca de otra persona, porque la ve sucia, descalza y con un enorme parche de orines en su pantaloneta.
Sin embargo, uno de los líderes lo observa y lo invita a abrazarla. Sin más remedio lo hace, y la indigente lo premia con un beso en la mejilla. Todos ríen, incluyendo el tímido joven.
Y es que una de las premisas del aguapanelazo es que todos son iguales y no deben discriminar, señalar, ni despreciar a los habitantes de la calle, pues su misión va más allá de llevar una porción de comida, su misión es más humana y se hace con el corazón.
Esto es, precisamente, lo que anima a los indigentes a unirse a la celebración de aguapanela y pan, pues durante los 60 minutos que dura el encuentro nadie los señala ni los mira con desprecio, ni mucho menos cruza de acera sujetando su bolso por miedo a que lo roben.
Mientras un grupo reparte los alimentos, otro se cuadra en otra esquina para repartir la ropa que consiguieron durante la semana; un equipo más se encarga de adelantar un censo con los participantes.
Todos hacen fila sin chistar y reciben con una gran sonrisa la aguapanela. Ninguno se va, todos esperan al postre, representado en 20 minutos de baile y risas.
Cuarenta minutos después los misioneros se despiden e inician una nueva ruta por el centro de Cúcuta. El parque Lineal es su nueva parada.
Los cánticos vuelven a aparecer, y entre brincos, y aplausos convidan a unos cuantos a su siguiente parada.
Yuleima, quien está estrenando pantalón, camisa y zapatos, se les pega.
Al llegar al parque Lineal el ambiente es más lúgubre y silencioso. La mayoría de indigentes está durmiendo en el suelo.
Los misioneros interrumpen el silencio con sus arengas y poco a poco los van levantando del letargo producto del alcohol y de las drogas.
Como muy pocos acuden al primer llamado, el grupo se separa y cada misionero tiene la tarea de llevar a un indigente al círculo de alegría.
Aunque esta vez las Misioneras de la Caridad, llegaron primero desde San Luis con arepas y chocolate, los indigentes no abandonan a sus amigos del aguapanelazo y se unen al círculo con la comida de las religiosas.
Uno de ellos, Pedro Coco, quien luce una desgastada y sucia camiseta de la Selección Colombia, toma la vocería y hace la oración agradeciendo el acompañamiento de los misioneros.
Todos toman su ración y siguen animados por los tambores y el canto de los jóvenes.
Ninguno dice una mala palabra, ninguno pelea, y todos sonríen porque por los siguientes 20 minutos se sentirán más acompañados y aceptados que nunca.
La Opinión