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Cúcuta
No vinimos a buscar marido, sino un trabajo: Venezolanas
Más de 50 mujeres se amparan en la cancha de Sevilla, en Cúcuta.
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Helena Sánchez
Miércoles, 13 de Diciembre de 2017

Dejar los hijos para buscar dinero y resolver el parto diario de la vida no es una decisión que se toma de un día para otro. Son semanas de hambre, llantos, odios, úteros estirados cuatro, cinco, ocho veces, y cambios de ropa, cada vez más estrecha por falta de carne para llenarla.

Hastiadas de estantes vacíos, dejaron un abrazo, una promesa, y sin mirar atrás desde los 23 estados de Venezuela se aventuraron en un abismo llamado Cúcuta.

Gladis es una de las más de 50 mujeres que hoy, como las demás, pernocta en la cancha de Sevilla, pero se desanima al hacerlo.

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Recorre el sitio pausada, con el flequillo de medio lado que enmarca las trenzas que le tejió su amiga, con la que llegó a la ciudad.

“El primer día no sabía nada”, como toda extranjera que se desorienta en tierra ajena pero parecida a la buena Venezuela, la del  2000, de la que no se huía por hambre. Tras un día de andar por las calles de esta ciudad, arribó al Hotel Caracas.

“Todos corrieron, y yo dije: ¿Qué pasó? ¿Qué hago? Había llegado alguien y la gente fue por un plato de comida… Es muy duro estar mendigando”, dice, con gesto de angustia.

“Compramos dos termos con mi compañera y fuimos a ver si vendíamos un poco de café, pero nada”, relata. “Pero allí (en la terminal) estaban las niñas mostrando hasta acá”, dice posando de perfil y trazando una línea imaginaria sobre sus nalgas, donde estaba el filo del pantalón de las otras.

“Son nuestras mujeres que se están degradando, y muchos piensan que todas somos así”, se queja.

Esta semana buscó dónde cargar su celular, luego de un día sin hablar con sus hijos, cinco en total y dos “en el cielo”, pero pedir cinco minutos de batería le valió la insinuación “para un masaje”.

“Uno no viene buscando marido, sino trabajo”, dice, junto a su rubia amiga, que sonríe, deja ver sus frenillos, y pese a sentirse “a veces derrotada”, ase el hombro de su compañera y dice: “aquí seguimos y nos hemos unido”.

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Se unen en las caminatas, en las peticiones, en la solidaridad con la anciana de 65 años que llegó desde Barquisimeto porque uno de sus dos hijos murió y dejó cuatro niños; vino a vender lápices para ayudar a los nietos, y la conmovida Gladis la dejó en el Centro de Migraciones.

También se unen en las ventas de caramelos que ni siquiera se hacen por precio fijo, “sino por favor, con lo que nos puedan colaborar”.

“Llegar a pedir es fuerte”, repite, como lo es pasar esa línea invisible que en pocos pasos es otro mundo.

Caminantes

Liliana Anselmi y Raibely Pérez, tienen cuatro hijos cada una. Eran vecinas en el estado Miranda y hoy repiten, al sur de la cancha.

Su barrio es una misma sábana y un grupo de amigos hechos en este sitio, en el que se cuidan, vigilan maletas por mil pesos y del que salen en la madrugada, ahuyentados por la Policía que “se mete hasta la mitad de la cancha” para despertarlos, a las buenas y a las malas.

Pérez dejó dos de sus hijos y tiene consigo un bebé y una niña de 5 años; con ellos pasa las noches hace una semana.

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“Lo más duro es verlos durmiendo en el piso”, dice, acomodando una cobija azul con la que cubre al niño.

La otra, flaca y con restos de sombra azul brillante en sus ojos rasgados, recuerda que el primer día buscaron trabajo y las mandaron a los burdeles “porque allá sí había”.

“No vinimos con esa mentalidad”, afirma, mientras su amiga, descalza, se entusiasma diciendo que aquí sí dan ganas de vivir, eso sí, en mejores condiciones porque acá también hay conflictos, hurtos, y el miedo es una pesadilla nocturna más.

“Cuando llegamos y vimos la cantidad de cosas nos dieron ganas de llorar y la niña…”, dice Pérez con las manos en el rostro. “¡La niña vio una barra de mantequilla y la agarró a besos! ¿Sabes lo que es eso?”

Esa emoción las hace caminar, orgullosas de no perderse, de retomar la dieta de arepas, “y ya me siento hasta con un kilito de más”, agrega, mientras toma su ‘barriga’ como si le sobrara. 

Ambas se inquietan cuando los extraños se van.

“¿Será que después de esto sí nos pueden ayudar? Aunque sea con agua para las criaturas...” O un sitio para bañarse, porque después de días sin baño, el sudor y el camino sí que pesan.

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