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Banderas rojas

Cada tela de ese color indica que aquellas familias son parte de la informalidad o del rebusque, así como del desempleo.

Coronavirus, en el campo del simbolismo también dejó una huella indeleble en Colombia: en la casa que vean una bandera roja, significa un grito desgarrador para avisar que los miembros de la familia que la habitan están aguantando hambre.

Cúcuta ha sido un territorio donde esos clamores se escuchan todos los días y los trapos están ondeando por las calles de numerosos barrios, siendo la representación palpable de las frías estadísticas que mes a mes entrega el DANE sobre los indicadores socioeconómicos de la ciudad.

Cada camisa, pañuelo o trozo de tela de ese color indica que aquellas familias son parte de la informalidad o del rebusque, así como del desempleo, el desplazamiento y el despojo, cruzadas todas por la pobreza, la miseria, el desamparo, la desigualdad y las necesidades básicas insatisfechas.

Al quedar buena parte de las actividades en pausa o en suspenso como consecuencia de la cuarentena sanitaria, afloró ese algo invisible que estaba ahí pero que nadie quería tratarlo a profundidad, más allá de evaluarlo dentro de los términos de macroeconomía o de tímidas acciones locales para enfrentar la llamada invasión del espacio público, o de análisis y diagnósticos que siempre llegaban a la conclusión-en los tiempos de normalidad-que aquí nuestro tejido empresarial es débil, y que como frontera arrastramos los peores índices socioeconómicos.

Sin embargo, no nos habíamos percatado de la dimensión real de la situación, hasta que el simbólico trapo rojo surgió por primera vez en Soacha y luego se propagó como la misma pandemia por la mayor parte de Colombia que marcaba una informalidad del 47% y un desempleo del 11,2 %, antes de la irrupción del coronavirus.

Ver esos llamados diarios en numerosos sectores del área metropolitana de Cúcuta debe llamar a un cambio absoluto en muchas de las metas proyectadas en el postcoronavirus, con el fin de activar estrategias que lleven a conjurar esas enfermedades de base que en nuestra región exasperó la COVID-19.

Es muy grave lo que está pasando, porque los exámenes dejan ver un paciente (la capital de Norte de Santander) con una informalidad del 71,4%, un desempleo del 18,1% y una pobreza multidimensional del 25,7 por ciento, que en la práctica significa que uno de cada cuatro hogares cucuteños es pobre.

De razón que no cesan los pedidos de auxilio para que haya algo en la mesa para comer: unos con cierre de calles, otros haciendo sonar las cacerolas, unos más grabando videos para ser subidos al Facebook o mediante llamadas a los medios de comunicación en búsqueda de recibir una ayuda gubernamental, bien sea de la Alcaldía, la Gobernación y el mismo Gobierno Nacional.

Las diferentes agencias del Estado encargadas de los programas sociales al igual que las administraciones regional y local han indicado que avanzan en el suministro de la ayuda alimentaria fundamental para que las familias más desfavorecidas puedan permanecer en sus casas.

Lo único cierto es que al otro día de que esto termine, de inmediato hay que emprender un gran plan de reconstrucción social con políticas audaces, las inversiones y apoyos en sectores que impulsen la reactivación y resurgimiento de la economía local, así como la necesaria y la urgente reapertura del intercambio comercial con Venezuela, porque en postpandemia hay que dar pasos hacia una Cúcuta y un Norte de Santander incluyentes, prósperos y amigables con el medio ambiente.

Domingo, 26 de Abril de 2020
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