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Editorial
Barranco abajo
En el Catatumbo, para información del Gobierno, hay una feroz guerra de la que ni el presidente parece haberse enterado.   
Martes, 4 de Septiembre de 2018

Entretenido  en actos simbólicos tardíos, como el de visitar el Catatumbo para cantar el himno nacional donde dos semanas antes estuvieron tropas extranjeras, el gobierno no ha tenido tiempo para lo importante allí: evitar una hecatombe, que ya asoma detrás de algunos árboles que a Bogotá le impiden ver el bosque. Prefiere, literalmente, el saludo a la bandera.

El Catatumbo va barranco abajo, y a muy pocos les importa. El asesinato del presidente del Concejo de Convención, Alirio Arenas Cárdenas, cuando salía de casa en la madrugada del domingo para viajar a Cúcuta a salvar su vida, es un hecho de extrema gravedad.

Dejaba el hogar en busca de la seguridad que la burocracia del Estado le negó a través de la Unidad Nacional de Protección (UNP), que demostró así que su prioridad es la conveniencia, nunca la urgencia, y menos si es un caso atañe a un líder popular. ¿Cuántas personas, sin necesidad de tenerlos, disfrutan de esquemas de seguridad desde hace largo tiempo? La UNP lo sabe, y sabe cuánto cuestan…

En el Catatumbo, para información del Gobierno, hay una feroz guerra de la que ni el presidente parece haberse enterado cuando estuvo en Tibú en su primera salida, una guerra entre el Eln y el Epl, que solo ha matado a civiles. Estudiantes, obreros, dirigentes populares, pequeños comerciantes, amas de casa, han muerto en esa guerra por el control territorial como medio para obtener más y más dinero de la infame industria del narcotráfico.

Esa guerra, obvio, ha sido aprovechada por otros, que matando o desterrando campesinos han limpiado de obstáculos su camino, al amparo del largo rosario de homicidios de los grupos guerrilleros, mientras entre 7 y 8 mil soldados que, según se ha pregonado oficialmente, están en la región, nadie sabe qué hacen… ni cómo.

La feroz masacre de El Tarra, un pueblo donde hay varios batallones en dos sedes militares, y de donde los asesinos huyeron a la luz del medio día sin que un solo agente del Estado lo impidiera, les da la razón a quienes consideran que con o sin soldados, el Catatumbo es una región a punto de estallar como un polvorín, sin que el Gobierno, como administrador del Estado, tenga interés en evitarlo. ¿Por qué?

El olor del Catatumbo, que tanta repulsa le causa a Bogotá y al Gobierno, es el olor del abandono, el olor del menosprecio hacia una región que lo ha dado todo por el país, el olor de la corrupción, el olor de la miseria de años, del olor del hambre y de la necesidad, el olor de las heridas abiertas, el olor del tejido social hecho trizas.

Es oportuno aclararlo, porque en las regiones, ingenuos, vivimos convencidos de que ese olor es conocido de quienes se turnan en el manejo del poder del Estado.

Lo admitimos: es un olor muy desagradable, pero no es posible otro mientras la situación siga como viene, con un Estado indolente, insoportable, inocuo, ineficaz e ineficiente, mientras el Catatumbo sea lo que es: un botín de guerra dispuesto para el saqueo alternado de unos y otros, un lugar del que, a veces lo pensamos, en los Gobiernos podrían estar arrepentidos de que figure en el mapa de Colombia.

 

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