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Editorial
El problema está aquí
Es claro: ni tener dinero en el extranjero es delito, ni todo el que lo tenga es un delincuente al menos en potencia.
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Miércoles, 8 de Noviembre de 2017

No puede quedar duda alguna. Hay que establecer todos los nombres de las personas y las empresas que tienen cuentas bancarias non sanctas en el extranjero en los llamados paraísos fiscales.

Paraísos, porque todo es felicidad para quien tiene capitales sobre los cuales hay dudas en cuanto a su origen, cobran muy pocos impuestos y permiten hacer con el dinero las transacciones que se quiera. Todo, casi sin preguntar.

Desde luego, quienes así actúan tienen mucho que esconder, algo que eludir (de ordinario los impuestos en su país, valga el caso Colombia), y poquísimo de que avergonzarse, pues los muerdos de conciencia son los primeros en desaparecer.

Es claro: ni tener dinero en el extranjero es delito, ni todo el que lo tenga es un delincuente al menos en potencia. Para sus transacciones legales, empresarios y empresas decentes necesitan tener cuentas en bancarias en otro país. El mismo Estado lo hace. Es legal, es ético, es decente.

Pero, en los paraísos, las cosas adquieren un color más oscuro…

Y, hacer claridad sobre cuestiones como quién, cuánto, cómo, dónde, desde cuando, por qué y para qué hay dinero en esos paraísos, es fundamental para todo el país. En esas cuestiones hay, por lo general, un asomo de dolo, un acto contra la ética, un algo que no es decente ni honrado. Eso es corrupción…

Y hay que descubrirlo y, si se puede, llevarlo ante la Justicia. Es importante.

Pero, y en esto se debe ser enfáticos el verdadero paraíso no está fuera sino en el país. Acá, los corruptos actúan en medio de la mayor impunidad, y si en los paraísos al menos hay miradas de sospecha hacia quien lleva sus capitales para consignar en los bancos, las de acá son de complacencia y de complicidad.

Es usual que la opinión trate de ensañarse con quien es descubierto con su dinero en un paraíso fiscal. Es natural que haya repudio. Es obvio que al personaje lo señalen con el dedo y lo denigren. Lo merece, en verdad.

Pero, ¿por qué no ocurre lo mismo con el corrupto que, en gran derroche de soberbia y prepotencia, de confianza en sí mismo, guarda lo robado al Estado en cuentas y en propiedades, en Colombia?

De él —de ellos, realmente, porque son muchos—, a veces la opinión pública ni se ocupa. Cuando por un hecho fortuito, o desafortunado para el burócrata, se descubren las malas mañas de un funcionario, hay una especie de relámpago que permite ver las cosas, pero al final todo se pierde en la trapisonda del trueno lejano.

Y la normalidad regresa pronto hasta el próximo chanchullo descubierto.

En todos los casos hay que ejercer presión para que las autoridades actúen, pero quizás sobre los corruptos de parroquia haya necesidad de ser más rigurosos: al fin y al cabo el dinero todavía está en Colombia y es más fácil de recuperar.

Pero sucede que casi siempre los árboles de las investigaciones de fuera no dejan ver el frondoso bosque de la corrupción interna y del ramaje que oculta los dineros que son de todos y que unos pocos se llevan. Al fin y al cabo, quienes hacen eso tienen menos vergüenza que los que abren sus cuentas en el Caribe, por ejemplo.

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