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Editorial
La mujer del César
Colombia podría tener las leyes de control más drásticas imaginables, pero mientras no haya transparencia real en la administración, no pasará nada.
Jueves, 14 de Septiembre de 2017

Cuando el Estado no aparece, los delincuentes hacen fiesta. Son como los ratones cuando el gato falta. Por eso, en Colombia, las zonas con mayores índices de criminalidad coinciden con aquellas donde ningún gobierno ha hecho presencia real jamás.

El crimen hace las veces de Estado y los criminales, de sus administradores. Y esto no necesita ser probado: tenemos cinco largos siglos de historia durante los cuales cada día ha servido para confirmar, para reafirmar que la mitad de Colombia —Amazonia, Orinoquia, costa del Pacífico, Urabá, Catatumbo…— no conoce a cabalidad que es ser parte de un Estado.

Saben estas regiones, en cambio, qué es vivir en un ambiente de permanente delito, de violencia, de sometimiento a todo lo que signifique ilegalidad.

Pero, en la otra Colombia, en la que se supone que sí hay un Estado reconocido, las cosas no son muy diferentes, por falta de elementales acciones de control. En estas zonas, el Estado no es reemplazado por el crimen: está en sus manos, y como resultado de ello, cada año se lleva, por falta absoluta de control, unos 50 billones de pesos del presupuesto general.

La cultura de la ilegalidad, en la que todo está permitido, en la que todo se vale está detrás de muchas situaciones. Una de ellas, la corrupción pública. Pero, de otro lado, no se puede tapar el sol con el índice: la falta de control del propio Estado para velar por todo lo que les pertenece a todos los ciudadanos, es igualmente importante como causa.

Las ‘ías’, se les dice a los organismos de control: fiscalía, procuraduría, contraloría y otras —cotos de caza de los políticos, que se las disputan como al propio presupuesto—, son las responsables de que el fenómeno se haya convertido en un monstruo insaciable que devora todo lo que encuentre en las arcas oficiales.

No hay control. Esa es una verdad inocultable, incontrovertible. Y no lo hay, porque los encargados de ejercerlo son las fichas políticas de los funcionarios encargados de otorgar los contratos. 

Se habla de transparencia, como esa cualidad que permite que todo lo que se hace se vea, que hace que de todos los contratos públicos se conozcan todos los detalles. Pero, para completar, esa transparencia tampoco existe.

¿Cómo puede haber transparencia en una administración, cuando los contralores, por ejemplo, los que deben vigilar los contratos, han sido partícipes de la campaña electoral de los funcionarios a los que debe controlar? Esa es una aberración de la que son culpables los políticos, que así lo determinaron en la práctica.

Los funcionarios que ejercen los controles son extensiones de sus jefes, que lograron ubicarlos precisamente allí, como articuladores de hecho de todo lo necesario para lograr el objetivo, claro, posiblemente sin violar las normas legales, pero sí la ética, que les tiene sin ningún cuidado.

Colombia podría tener las leyes de control más drásticas imaginables, pero mientras no haya transparencia real en la administración, no pasará nada, y menos con funcionarios como el subcontralor de Cúcuta, Hugo Márquez, para quien “aquí no hay corrupción”.

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