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La viga en el ojo

Que Maduro haya condenado el asalto no lo exime ni de la responsabilidad de ser uno de los factores fundamentales.

Considerar que lanzando ofensas contra mandatarios extranjeros, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se granjea las simpatías de millones de venezolanos que lo rechazan, solo significa que su miopía es tan grande que casi es una ceguera absoluta: una enorme viga le nubla no solo la vista sino la razón.

Por eso, no entiende que una ofensa solo es eficaz en la medida en que el atacado se sienta ofendido, y, al menos en lo que toca con el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, antes que molestia le tiene que causar risa oír lo que le grita desde Caracas o desde Ciudad Guyana su malqueriente colega venezolano.

Por su ceguera, tampoco se da cuenta de lo que le corre pierna arriba desde cuando comenzó a creer que es no solamente la encarnación de Simón Bolívar engendrada por Hugo Chávez en el vientre de la revolución, sino el Estado mismo, y por ello, el único inquilino del sanctasanctórum del poder político.

Mientras dedicaba enormes energías a hilvanar discursos ofensivos contra Santos o contra Donald Trump o contra otros mandatarios, hordas salvajes armadas se apoderaban de la sede de la Asamblea Nacional y golpeaban a quienes allí estaban, en un ataque contra la democracia, no contra los diputados opositores.

Que Maduro haya condenado el asalto no lo exime ni de la responsabilidad de ser uno de los factores fundamentales —quizás el principal— de la violencia política en su país ni de ser la causa de causas de la peor crisis sufrida por un país americano en los últimos años ni de tener al Continente en vilo constante.

Pregonar que está contra cualquier forma de violencia no es suficiente para que los venezolanos olviden que ha sido él, nadie más, el que ha llevado al país al estado de tensión y de confrontación armada en que se encuentra. Porque si bien del Estado es el monopolio del uso de las armas, del pueblo lo es el de la roca. 

Hoy, un diálogo con la oposición, para Maduro es un imposible, al que llegó luego de meses y meses de eludir cualquier acercamiento, cualquier oportunidad de negociación.

Sin embargo, parece ser, por ahora, la única salida que tiene el vecino país. O es eso o es cualquiera de los caminos de los que ya no se regresa sino cuando no haya más sangre para derramar. La toma de la Asamblea es señal de que la calle se calienta cada día más, por la presencia de armas y de motivos para usarlas.

Y 75 o 90 o 124 muertos, según varias estadísticas, son la cuota inicial del desatino armado. Porque no todos los muertos y los heridos son atribuibles a las fuerzas del Estado.

Maduro y la revolución están ante un momento de la historia que exige sensatez, y lo sensato es parar la violencia mediante el diálogo. Obviarlo es asumir el papel de quién, mañana, por fuerza de las circunstancias, deba pedirle ayuda a uno de los presidentes a los que ha ofendido. Y eso, además de imperativo, será humillante. Y muy probable.

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Viernes, 7 de Julio de 2017
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