Tiene razón nuestro vecino Yeyo con su caricatura sobre las mediciones de percepción de seguridad ciudadana, porque en la vida real lo que se advierte es una inseguridad de carne y hueso armada con cuchillo o revólver y que a pie o en moto anda por ahí para asaltar a sus víctimas de turno.
En esta oportunidad fue el propio Gobierno Nacional por intermedio del Departamento Nacional de Estadística (DANE) el que le puso el termómetro a ese aspecto mediante la Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadanía correspondiente al pandémico 2020.
Lo detectado por el Estado en esa medición ojalá lo mueva a ponerle todo el interés para enfrentar el problema en dos ciudades emblemáticas para Colombia: Cúcuta -la más importante en la frontera con Venezuela y Bogotá, como capital de la República.
Y no debe ser para menos porque la percepción de los cucuteños y bogotanos es tan alta que superó en muchos puntos el consolidado nacional de dicha evaluación. Este indicador debe servir de insumo para que la administración del presidente Iván Duque enfoque una estrategia hacia esas dos regiones, pero no solamente con la estrategia que se suele usar de más policías y soldados, sino diseñando lo más importante: un verdadero plan social y económico para enfrentar las causas que disparan ese problema.
El DANE indicó que en Colombia la percepción de inseguridad se situó en el 39% el año pasado, que representa una reducción de 4,7 puntos en comparación con 2019.
Pero al revisar en detalle se evidencia, es clarísimo que en la capital nortesantandereana esa percepción está en niveles alarmantes, alcanzando el 71,9%.
Buscando entre los análisis que aquí se han hecho, encontramos el elaborado por Cúcuta Cómo Vamos, que en noviembre de 2020 evidenció que solamente el 10% de los habitantes considera que está seguro en el barrio y un 7% que está seguro en la ciudad, para concluir que más del 80% se siente inseguro.
Cuando esto ocurre, es decir, que un valoración alejada de lo oficial y otra que se hace desde el Estado descubren que un mismo mal está golpeando a la comunidad, confirma que o se actúa ya, con firmeza y eficacia en una acción que combine operatividad y presencia del Estado desde los campos presupuestal, educativo, de salud e infraestructura, o el panorama se tornará realmente peligroso.
En lo que está pasando con Cúcuta, se debe entender que no es un tema fortuito, sino ligado a la crisis social y económica que enfrenta la ciudad, confirmada por indicadores como el desempleo, la informalidad, el cierre de empresas y la baja inversión.
Pero además es producto del mismo deterioro en la situación de orden público en la frontera, en el Catatumbo y en la zona rural de Cúcuta, todos unidos por la presencia de bandas criminales, de la guerrilla del Eln, de las disidencias de las Farc, de carteles mexicanos de las drogas, del narcotráfico, el contrabando y el tráfico de armas y de pesonas. También, de la posible falta de estrategia para combatir a las grandes mafias y estructuras criminales que abundan en nuestro territorio.
También es cierto que Cúcuta y su área metropolitana necesitan un plan especial, pensado para trabajar paralelamente en los retos sociales y económicos que afrontamos desde hace años, pero que hoy, un año después de la pandemia, se han agudizado.