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Pesos y bolívares

Sí hubiera un dispositivo para medir lo que le ocurre al bolívar en la frontera, sin duda se vería la señal bajar y bajar sin parar.

Es una realidad que apabulla a cada segundo. El valor de ahora no será el mismo al terminar de leer estas líneas. Sí hubiera un dispositivo para medir lo que le ocurre al bolívar en la frontera, sin duda se vería la señal bajar y bajar sin parar.

Todos los días, los pasos fronterizos entre Colombia y Venezuela, en especial el de Villa del Rosario, se convierten en ríos humanos de venezolanos que vienen a las carreras a vender todo lo que encuentran vendible en su país, en un saqueo inconfesable que está llevando a una ruina acelerada a la que no hace mucho era la Venezuela Saudita, la que nadaba en dinero, la de los ríos de leche y miel…

En la gente que viene se nota el afán por tener en su poder aunque sea un peso colombiano, el mismo peso que hace pocos años desdeñaban y que preferían dejar en el suelo, antes que agacharse a recoger algo que para el venezolano nada representaba.

Hoy, un peso son 13,6 bolívares. En realidad, ayer en la tarde, porque hoy en la mañana, la situación será distinta, y la riqueza de alguien en el vecino país se habrá evaporado.

Es fácil encontrar ejemplos comparativos: lo difícil es entender lo que sucede, en especial cuando se insiste en el análisis político y económico de lo que hace o no el gobierno socialista y bolivariano desde Caracas.

Porque no solo la realidad económica venezolana es resultado del manejo político, que no le deja margen de maniobra al gobierno, y menos cuando su petróleo y sus recursos financieros dependen de grandes potencias que no gustan ni del socialismo ni de las revoluciones, aunque lleven el rótulo de bolivarianas. Más allá, está el saqueo al que está sometido el país por parte de su gente, patrocinado de manera inconsciente por los colombianos, que nos aprovechamos de la oportunidad que ofrecen de tener un trozo de país en ganga.

Por los barrios de Cúcuta avanzan cada día ejércitos de extranjeros ansiosos por vender desde panes y tomates y aguacates hasta medicinas contra el cáncer y la diabetes, pasando por cuanta chuchería es imaginable.

Son como nuestras hormigas arrieras —bachacos, les dicen allá, y bachaqueo, a esa actividad de llevar cargado cuanto encuentran— con su país a cuestas, trozo a trozo, en un incesante ir y venir de tumultuosa marabunta.

Así, no se sabe dónde queda el cuento de que ‘en Venezuela nada se consigue, nada se produce, hay una escasez de juicio final’, pues todas esas cosas que llegan tienen la garantía de que son de allá. Y son de allá.

Grave es que nadie quierA hacer conciencia de las consecuencias para toda la economía, para su bolívar, del que tan orgullosos fueron por décadas durante las cuales ellos mismos acuñaron la frase soberbia del ‘está barato, deme dos’, de lo que fuera.

Pues, para comprender un poco mejor esas consecuencias, basta con saber que en enero de 2014, un auto Chevrolet Spark costaba 132.674 bolívares en todos los concesionarios. Hoy, en Caracas, la bella aunque siempre caótica capital, un cartón de 30 huevos vale 130.000 bolívares.

Si lo encuentran, es decir, si no viene camino a cruzar la frontera para que alguien sonría con los 5.000 pesos colombianos que recibirá. O recibía ayer.

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Miércoles, 22 de Noviembre de 2017
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