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Editorial
Tragedias naturales
En Cúcuta, los alcaldes de los últimos años han permitido que cerros, colinas y riberas de los ríos se pueblen sin planificación.
Lunes, 4 de Junio de 2018

Es la tragedia de Armero, y de muchas otras partes donde las señales claras de la naturaleza despiertan antes burla que interés de las autoridades del Estado, obligado como está a velar por la seguridad y la integridad de todos los ciudadanos.

Desde hacía algunos días, en San Miguel Los Lotes, sector de Escuintla, sur de la capital de Guatemala, había señales de que el volcán de Fuego estaba inquieto, señales que, para el Gobierno y para los campesinos pasaron inadvertidas.

Como en Armero, cuya hecatombe se desató cuando el alto Gobierno desoyó todas las señales, todas las recomendaciones de los expertos; descuidó todo asomo de prevención. Todo lo dejó al azar, y jamás se olvidará que allá perecieron 24.000 personas como consecuencia de la erupción del volcán nevado del Ruiz.

Como en Cúcuta, donde todos los alcaldes de los últimos años han permitido que los cerros y las colinas inestables, y las riberas de los ríos, se pueblen de casas sin ninguna planificación, que luego ruedan con los deslaves y las crecientes, y se llevan vidas. Muchas vidas si se suman todas las perdidas.

Hasta anoche, en Guatemala había al menos 67 muertos, una vasta área de cultivos cubierta de cenizas, poderosas columnas de humo en algunas ocasiones tóxico, y daños incalculables. Se calcula que más o menos 1,6 millones de personas son víctimas de la erupción del domingo.

Hace pocas semanas había erupcionado el volcán, y desde entonces algunos científicos habían hablado de la posibilidad de que la actividad renaciera. Y así fue.

En estos asuntos, siempre se esgrime una mentira. Pero, la verdad, no hay tragedias naturales. Todas tienen como causa la irracional intervención del hombre en la naturaleza, bien sea porque construye donde no debe, porque aniquila bosques y arboledas para explotarlos comercialmente, porque quiere arrancarle a la tierra el último gramo de carbón o de petróleo, porque, en fin, devasta todo lo que encuentra, y la naturaleza no perdona.

Hace pocas semanas, organismos locales de atención de emergencia, entregó un mapa de riesgos en el que se destacan nombres de barrios que siempre han sido escenarios de tragedias. Y hoy todavía no han sido erradicados.

Tucunaré, por ejemplo, es un nombre ya clásico en los listados de las zonas afectadas por cada temporada de lluvias. Cuantas veces han rodado allí las casas, se ha exigido de las autoridades que impidan que alguien vuelva a construir allí. Pero la autoridad no escucha sino en ciertas frecuencias.

Pero el problema no está solo en la falta de previsión y prevención.

Vale preguntar si Cúcuta tiene un plan bien diseñado y ajustado al máximo para enfrentar tragedias como la que podría generar un sismo, no tanto como el de 1875, pero sí fuerte y con daños graves en la infraestructura.

Si lo hay, ¿quién lo conoce? Y ¿por qué los habitantes no tenemos la menos idea de ello? ¿Alguien sabe cómo actuar en una situación así? La respuesta es no.

Solo una pregunta suelta: ¿saben las autoridades cuántas camas de hospital tiene la ciudad para una emergencia grave? ¿Y cuántas ambulancias?

Si lo saben, bien. Pero, entonces, ¿por qué no lo dicen a los ciudadanos, para que al menos todos el mundo sepa a qué atenerse?

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