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Frontera
‘Fronteras rojas’, una mirada al conflicto y al crimen en los territorios 
"Aquí hay un fenómeno especial en Cúcuta. (...) la gente tiene insertada en su creencia que el contrabando no es ilegal”, dice Oficial de alto rango de la Policía.
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La opinión
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Domingo, 6 de Junio de 2021

La Opinión publica un fragmento del libro ‘Fronteras rojas’, una investigación de Annette Idler que narra un episodio de la historia latinoamericana que, en muchas partes, se ha quedado por fuera de las memorias oficiales: una mirada al conflicto y el crimen desde los márgenes de Colombia, Ecuador, y Venezuela.

La autora muestra las realidades de estos territorios transfronterizos, muchas veces malinterpretadas por los de afuera. El abandono en el cual vive la gente en estas zonas a menudo pasa inadvertido. Las injusticias, violaciones de derechos humanos y el resentimiento que agobian a la gente, pocas veces salen a la luz.

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El ejemplo del tráfico de gasolina y los trueques de drogas por gasolina en La Paz, en la frontera entre Colombia y Venezuela, revela el carácter parasitario de la relación entre los grupos violentos no estatales y las comunidades. 

A pesar de que las personas puedan adquirir algún beneficio económico, en tales situaciones son extremadamente vulnerables a las formas violentas de coerción.

Tradicionalmente, los indígenas wayúu han controlado el contrabando de gasolina entre La Guajira, en Colombia, y Zulia, en Venezuela. 

Cuando el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), bajo el liderazgo de Jorge 40, irrumpió en la región en 1990, varios miembros paramilitares de alto rango se disputaron el control del negocio. 

Tras la desmovilización de las Auc en Cesar, en 2006, los grupos posdemovilizados siguieron su ejemplo. Es un negocio lucrativo: en 2011, el valor de la gasolina aumentaba más de cincuenta y dos veces entre Zulia y Bogotá. 

La mayor parte de la gasolina es contrabandeada para la distribución regional, pero también se usa para el procesamiento de las hojas de coca en cocaína.

Concretamente, en la frontera entre Colombia y Venezuela tienen lugar varias formas de contrabando de gasolina. Aunque es una práctica ilegal, las comunidades locales la consideran legítima porque es la base de su estrategia de subsistencia.

En Cúcuta, donde las personas venden la gasolina comprada en la ciudad venezolana de San Antonio, el oficial de alto rango de la Policía confirmó que los residentes consideran que el contrabando, particularmente de gasolina, es legítimo:

“Aquí hay un fenómeno especialísimo en Cúcuta que es que la gente ha vivido un poco en la ilegalidad por ser zona de frontera. Pero no puedo estigmatizar a la gente de acá, sino no hay otra alternativa. Aquí, la gente desafortunadamente ha sufrido mucho el fenómeno de la guerrilla, de los paras, y de los bacrim (bandas criminales) y tiene insertada en su creencia que no es ilegal el contrabando. Ellos lo consideran normal, el contrabando, y este contrabando es el origen de muchas de las economías ficticias que existen. […] La gente termina aceptando todo esto […]”.

En efecto, cualquiera que cruce la frontera puede ver que el contrabando es un secreto a voces. Mientras estuve en Colombia observé el movimiento de vehículos y personas en los pasos fronterizos de Paraguaipoa-Paraguachón (Maicao), Puerto Santander-Boca del Grita y Cúcuta-San Antonio. 

En todos estos pasos era común ver automóviles y camiones, Maverick, Ford Forlaine o Malibú, todos vehículos con grandes tanques, convenientes para el contrabando de grandes cantidades de gasolina.

Existen tres tipos de contrabando de gasolina. El primero es el único que involucra directamente el tráfico de drogas controlado por los grupos armados: es el contrabando a gran escala en camiones cisterna que transportan entre 12.000 y 16.000 litros.

Estos carrotanques presuntamente sirven a los fines de los acuerdos de gasolina a cambio de drogas. Sin embargo, la mayoría de los contrabandistas de gasolina recae dentro de la segunda y la tercera categoría: el contrabando a mediana escala, que utiliza automóviles Renault 18 o Mazda 626 modificados, y el contrabando a pequeña escala, realizado por los pimpineros, personas que venden gasolina en pimpinas en la calle.

A pesar de que solo se vinculen a esta actividad en el tercer nivel, normalmente porque son pobres y no tienen otras alternativas, los contrabandistas de gasolina son estigmatizados como traficantes de droga y colaboradores de estos grupos, algo que termina por restringir sus actividades diarias.

Así los locales estén vinculados a estas formas más «inocentes» de contrabando de gasolina (en pequeñas cantidades), el negocio de gasolina ilícito, simultáneo y a gran escala, que además incluye a una gran variedad de actores armados que va desde las guerrillas colombianas hasta los traficantes venezolanos, proyecta una sombra sobre la región y los identifica como colaboradores, aumentado su vulnerabilidad a ser abusados tanto por el Estado como por los actores armados no estatales.

La estigmatización de los contrabandistas de gasolina acarrea dos consecuencias importantes para la relación de mutuo fortalecimiento entre el Estado y la sociedad y que es el núcleo de la seguridad ciudadana. Una de estas se relaciona con la participación ciudadana a la hora de garantizar la seguridad, y la otra con el deber que el Estado tiene de proteger a sus ciudadanos .

La estigmatización aumenta la vulnerabilidad de los contrabandistas y sus familias frente a las instituciones estatales y los grupos ilícitos, pues se abstienen de reportar algún tipo de abuso o extorsión a la Policía porque hacerlo revelaría su propia participación en las actividades ilegales. 

Muchos ven la extorsión como una deducción inevitable a sus ganancias, comparable con los impuestos; es un pago para recibir protección tanto de los agentes de orden público estatales como de los criminales. ¿Quién sabe si el oficial de Policía frente al que reportan el abuso va a actuar en su capacidad de policía, es decir, como representante del Estado? ¿Qué pasa sí, en su «otro trabajo», este mismo policía es miembro o colaborador del mismo grupo no estatal que el contrabandista reporta por abuso? 

En un contexto de desconfianza, con pocas oportunidades económicas, y donde el interés compartido primordial es maximizar las ganancias, es posible un escenario así. La capacidad que tienen los grupos violentos no estatales de actuar como torturador y protector al mismo tiempo contribuye con la influencia que tienen sobre la población de territorio transfronterizo. Manipulan a las poblaciones transfronterizas para que se comporten de una manera tal que promuevan sus intereses (los del grupo), mientras que se protegen de la influencia del Estado y del riesgo de recibir castigo.

La legitimidad empírica de las actividades ilegales de la población fronteriza distancia a estas comunidades del Estado, a la vez que las acercan a los grupos ilegales. Benedikt Korf y Timothy Raeymakers señalan que esta «tendencia a la transgresión» también cuestiona la legitimidad percibida del Estado.

El Estado puede convertirse en una amenaza mayor para los medios de subsistencia de la población fronteriza que los propios grupos no estatales. Para esta, la línea fronteriza representa el Estado porque cualquier otra expresión de este se encuentra ausente.53 Por lo tanto, al operar en la ilegalidad, las personas consideran que la Aduana, la Policía y las autoridades militares son amenazas para sus medios de subsistencia. 

Como Peter Andreas señala, «el contrabando está definido por y, a la vez, depende de que el Estado ejerza su autoridad metapolítica para criminalizar sin la completa capacidad o disposición de hacer cumplir sus leyes». El espacio disponible para el contrabando, en la brecha que se abre entre las leyes estatales y su capacidad de implementación de estas reglas, genera un limbo: la población transfronteriza se beneficia de esta brecha, pero a la vez se ve perjudicada por ella.

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