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El Pozo del Carmen
Historia contemporánea.
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Sábado, 27 de Febrero de 2021

Esta es una de las tantas historias que han quedado sepultadas en el cajón de los recuerdos. Nadie lo recuerda a pesar del transcurso relativamente corto del tiempo y de la importancia que para algunos pobladores de la ciudad significó este lugar, hoy desaparecido y borrado de nuestra memoria. No es ficción y su significado no sólo rememora el espíritu altruista de la gente de la época sino el escaso sentido de pertenencia que caracteriza, hoy más que nunca a muchos de los habitantes de esta población.

Esta se sitúa a comienzos de los años cuarenta del siglo XX, cuando aún no se había construido el acueducto municipal y sus pobladores se abastecían del preciado líquido en las ‘tomas’ que irrigaban la ciudad. Sin embargo, en algunas zonas, en particular en las parte altas o en las más alejadas del centro urbano, y durante las estaciones de sequía, las gentes debían recorrer largas distancias para poder abastecerse del agua para su consumo periódico.

La historia del ‘Pozo del Carmen’ es particularmente atrayente para los aficionados a la historia local, toda vez que contiene varios ingredientes peculiares que para ese momento resultaban completamente normales.

Se cuenta que el ‘Pozo del Carmen’ era un aljibe construido en un ‘patiezuelo’ cercado de altas paredes y bajo un rudimentario kiosco de madera y tejas provisto de una sólida garrucha con su correspondiente torniquete y un buen cubo en la punta de la soga el cual surtía de agua potable al pobre y laborioso vecindario de aquel extenso y árido sector de la ciudad donde los muchos hatos de cabras, la riqueza del barrio, mantenían en el ambiente cierto acre y persistente olor, no precisamente de rosas y jazmines, aunque tampoco insoportable ni agresivo. Pero ¿cuál es su historia? Retrocedamos en el tiempo. En una de esas tardes julianas en las que la tierra gruñe del calor, habiendo terminado la Guerra que asoló la región y destruyó la ciudad, una de las pocas distracciones era pasearse por sus desolados alrededores. En esas andaban un día, don Christian Andressen y su virtuosa y elegante esposa, Teresa Briceño. Habían tomado la ruta de la calle diez al occidente cuando al llegar al callejón donde prácticamente terminaba alcanzaron a una enclenque y tambaleante viejita que con una tinaja de agua en la cabeza, a duras avanzaba sobre la arena hecha brasa sobre la vía. ¿Oiga abuela, de dónde trae usted esa agua? Le preguntó don Christian; “de puallí”, contestó fatigosamente la anciana señalando al oriente, “porque la toma tá seca dende ayer”. ¿Y todos los días hace lo mismo? “No señor, los que tienen burro la traen en burro y los que tienen sirviente, se la trae el sirviente y los que nada tenemos nos la cargamos como ve.” El extranjero quedó sorprendido, pues desde el lugar de la escena  hasta el punto de acceso al agua habría unas quince cuadras o más o menos kilómetro y medio que se debía recorrer para proveerse del líquido indispensable en la vida.

No lo pensó mucho el señor Andressen para hacerle el favor a los habitantes de ese sector, que comenzaba a conocerse como ‘El Llano’. Así que bien temprano al día siguiente, inició las gestiones necesarias para construir el ‘Pozo’. Adquirió el lote y contrató los servicios del maestro Sebastián Ontiveros, experto muy recomendado en esa clase de trabajos y sin dilación dio comienzo a la caritativa obra. Tuvo el señor Ontiveros la fortuna de hallar a pocos metros de profundidad  un agua pura, cristalina, dulce y permanente como si la Providencia quisiera facilitar el inestimable beneficio y en pocos días levantó una casa regular y terminó el aljibe que recibió el grato nombre de ‘El Carmen’ en recuerdo de la señora madre de doña Teresa.

Para que hubiera orden en la toma de agua, el señor Andressen instaló en la nueva vivienda a una honrada mujer de toda su confianza, María de la Cruz Herrera, a la que no sólo gratificaba con un salario, sino que le regaló cien cabras, varios cerdos y algunas gallinas para que con su producto atendiera a su subsistencia, obligándola a cambio a abrir el pozo  al público para la extracción del agua, en un horario de 9 a 11 de la mañana y de 2 a 6 de la tarde, tiempo más que suficiente para que todos los vecinos, no muy numerosos por entonces, llenasen sin apuro sus vasijas.

Aquella reglamentación resultó la causa de graves y frecuentes dolores de cabeza para la pobre María de la Cruz, pues pasados los días de entusiasmo y calmado el fervor de la gratitud, los veleidosos ‘llaneros’ dieron en hacerse exigentes y cavilosos.

Sin acordarse cuando debían caminar las quince largas y calcinantes cuadras y cargar con los pesados recipientes, comenzaron a manifestarse inconformes con los horarios establecidos y saldaban su enojo con gritos y denuestos en contra de la inocente cuidadora: “¡¡Eso no es suyo, vieja tal por cual!!, No cierre que el agua no se le acaba…” eran los gritos enardecidos de la gente que ahora se aprovechaban de la situación.

De todas maneras, se acordó, para beneficio de todos, que en adelante se abriría el ‘pozo’ desde las siete de la mañana y la verdad es que el ‘Pozo del Carmen’ surtió de magnífica agua al vecindario, durante muchos años hasta que los tubos de hierro y los tanques de cemento tornaron inútiles sus favores, tal como sucedió con otros servicios, que durante los años anteriores a la construcción del acueducto fueron de uso corriente entre los habitantes de la villa, como las casas de baños tradicionales en los albores del siglo pasado, cuando en las viviendas no existían las costumbres higiénicas que hoy disfrutamos.

El comportamiento de los vecinos, descrito en esta historia, simboliza la idiosincrasia que ha caracterizado por años a los habitantes de la región, especialmente a los foráneos que asumen como propias algunas posiciones que nunca han sido del tenor de sus raizales y en consecuencia, muchos valores se han ido perdiendo, entre ellos el sentido de pertenencia, tan característico de otras regiones del país.

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