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Las puertas abiertas de Cúcuta

Un recuento de la dinámica comercial que por años imperó en la frontera.

El escritor venezolano hace un recuento de la dinámica comercial que por años imperó en la frontera, y que tras el cierre de la misma parece haber desaparecido por completo. 

Roberto Giusti

El día en que mi mamá conoció a mi papá, cuando ella le preguntó de dónde era y él le respondió que de Colón (con el ón enfatizado), ella sonrió feliz porque era el primer panameño que conocía en su vida. No tenía la menor idea de que ese era, también, el nombre de una población del Táchira, en la frontera con Colombia.           

Caraqueña criada en Maracaibo, para mi madre Cúcuta (al otro lado de la frontera) era un lugar remoto y enigmático de donde habían salido unos señores de modales bruscos y extraño acento, que atravesaron el país, batalla tras batalla y amarraron sus mulas en las barandas de la Casa Amarilla (sede de la Presidencia de la República, en Caracas) para dejarlas allí hasta descubrir la existencia de un ingenio mecánico llamado automóvil. 

Poco después su percepción se profundizaría al casarse con ese joven vestido de lino que, al morir su padre, viajó desde Maracaibo a un pueblito perdido en la frontera, llamado Rubio, a vender la finca que recibía como herencia y decidió, invadido por un insospechado romanticismo, echar por la borda un prometedor futuro en el emporio petrolero  y volver a la tierra para dedicarse al ganado de leche y a la siembra del café.

De Maracaibo a Rubio

Fue así como la joven recién casada cambió su estilo de vida en la Maracaibo de los años 40 por la existencia bucólica de la vida campesina, dejando atrás el club Comercio y sus canchas de tenis, los juegos de bowling, los paseos por el lago, el aire acondicionado y una cierta atmósfera cosmopolita, con su carga de musiúes (derivación de la palabra “messieurs”, “señores” en francés) y gente venida de todo el país atraída por el imán petrolero.

Le tocó duro en su nuevo destino, a donde no llegaba aún la modernidad y privaban usos decimonónicos, no obstante la pujanza de una economía impulsada por la exportación del café y la presencia de casas comerciales alemanas.

Para ese tiempo todavía el Táchira mantenía lazos más estrechos con la vecina Colombia que con un turbulento y lejano país llamado Venezuela, al cual pertenecía solo en el papel de los mapas. Saludable distancia que le permitió mantenerse al margen de las guerras, de la inestabilidad política y de sus secuelas, propiciando la existencia de una clase de pequeños y medianos productores, quienes a la vuelta de pocas generaciones enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios de Pamplona, Santa Fe de Bogotá o a la Universidad de Mérida.     
     
Cúcuta o el templo del consumo

Fue así como nuestra señora descubrió el templo del consumo tachirense: Cúcuta, ciudad de tierra caliente, al otro lado de la frontera, con sus calles centrales empedradas, sus gitanas de largas faldas coloridas cazando incautos en el parque Santander y una legión de vendedores ambulantes que ofrecían desde frutas hasta el mentol chino.           

En esa abigarrada aglomeración abrían sus puertas almacenes como Los Tres Grandes, con su provisión de la afamada industria textil neogranadina, pero también las tiendas de cortes, las talabarterías, las farmacias (droguerías dicen allá) y establecimientos de productos alimenticios, accesibles a los venezolanos por el cambio favorable del bolívar.

No había para entonces familia tachirense que obviara en su semana la peregrinación a Cúcuta para hacer mercado en La Parada y acercarse al centro, donde el Salón Blanco ofrecía, pesados en libras, chocolates, caramelos y galletas imposibles de conseguir en Venezuela. 

De manera que el café que bebían los tachirenses era el Galavis, las papas pastusas (de Pasto), la cerveza Bavaria, la ropa de Almacenes Ley (novedosa tienda por departamentos), la pasta dental Kolinos, el analgésico Mejoral, el refresco (gaseosa) Postobón, la ropa interior Punto Blanco, las camisas Everfit, los overoles (bluyines) de El Roble, los cigarrillos sin filtro Piel Roja, el ron de Caldas y el aguardiente Extra. 

En Cúcuta comprábamos la pólvora de diciembre, las botas Croydon, los discos de 45 rpm, el traje de paño para el 31 de diciembre y nuestras hermanas los armadores para los vestidos de sus quince años. 

Éramos colombianos por nuestros hábitos de consumo en un molde cultural donde predominaba el fútbol por encima del béisbol, el porro sobre la guaracha, Pacho Galán antes que la Billo’s Caracas Boys.

El Táchira venezolano

Pero las cosas comenzaron a cambiar a finales de los 50, cuando la carretera Panamericana y luego la vía de los Llanos acortaron las distancias con el resto del país y productos venezolanos como la harina Pan y la cerveza Polar se adueñaron definitivamente del mercado. 

En 1963 llega la señal de Radio Caracas Televisión y comienza a operar el fenómeno de la transculturización nacional. Hacía tiempo ya se había inaugurado el primer Cada (supermercado) en San Cristóbal y las bodegas,  con sus sacos de granos a la puerta y anchos mostradores de madera, dan paso a la era de la comida empaquetada.

Aparece Renny Ottolina en la televisión a la hora del almuerzo, para convencernos de que Viceroy es más suave que los Piel Roja. La leche en cántaras deja de venderse de puerta en puerta y con Leche Táchira se inicia una gran industria láctea. Surge la primera agencia de publicidad, fundada por Erasmo José Pérez. La Nación es el primer diario en offset de la región y para ese momento ya hay dos emisoras de rock en la ciudad  (Radio Junín y Radio Sucesos), aparte de la venerable Ecos del Torbes. 

Las fiestas en La Frontiere, pionera de las discotecas, escandalizan a los miembros más conservadores de la sociedad por la oscuridad de sus instalaciones, el ruido ensordecedor de su música y el aspecto intolerable de jóvenes con el pelo largo y chicas de minifalda. 

A finales de los 60 los tachirenses descubren el exótico sabor de una cachapa con queso de mano, plato (a base de maíz) totalmente desconocido hasta la fecha, con el establecimiento de una cachapera al lado del Colegio de Abogados, mientras que la primera cadena de hamburguesas, Tropiburguer, entra en competencia con la tradicional venta de chicha y pasteles de la avenida España. 

Para los años 70 Venezuela vive uno de sus lapsos de prosperidad con el aumento inusitado de los precios del petróleo y los venezolanos hacen cola para cruzar el puente Internacional Simón Bolívar sobre el río Táchira y hacer sus compras impulsados por el lema que se convertiría en el símbolo de una época: “Ta barato…. dame dos”. 

Chávez y Cúcuta

Ya para comienzo del siglo y con la llegada al poder de Hugo Chávez se produce otro ciclo de prosperidad, que viene acompañado de controles de precio e importaciones masivas de todo lo que antes producía Venezuela y de lo que no también. Se invierten, entonces, los términos del intercambio binacional y ahora son los colombianos quienes invaden los comercios tachirenses y arrasan con todo. 

Aparecen los grandes hipermercados, las tiendas de artefactos electrónicos multiplican sus ventas, los pimpineros  hacen su agosto y comienzan a perfilarse casos curiosos como el desabastecimiento de alimentos, cuyos precios están controlados y terminan en territorio colombiano. Entonces son los venezolanos quienes cruzan la raya limítrofe para comprar Harina Pan y otros productos de primera necesidad que no se consiguen en Venezuela. 

Pero la bonanza, que llega a su fin a partir del año 13, coincide con la muerte de Hugo Chávez y todo cambia. Comienza la diáspora, los venezolanos tocan las puertas de Colombia, primero con timidez, luego con la fuerza de la desesperación y ahora casi tumbándola.  

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Domingo, 29 de Julio de 2018
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