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Nuestro primer piloto accidentado
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Sábado, 13 de Agosto de 2022

Redacción

Gerardo Raynaud D.

Todo parece indicar que la pasión por la aviación en esta comarca colombiana nació de la mano de nuestro máximo exponente de la aviación, Camilo Daza Álvarez. Iniciando la década de los años veinte, la gobernación del Norte de Santander promovió la creación de la primera empresa de aviación local que se llamó Sociedad Nortesantandereana de Aviación, una compañía que se constituyó con un capital de seis mil pesos repartido en 300 acciones de $20.

Su principal objetivo era de conectar el departamento y en particular su capital con el resto del país. La red aérea propuesta iniciaría operaciones a la Costa Atlántica y al interior del país comenzando por sus vecinos Santander y Boyacá. Por supuesto que el promotor de la iniciativa era el capitán Camilo Daza, quien recién había obtenido su “brevet” de piloto en la afamada Escuela de Aviación Curtiss en los Estados Unidos, siendo el más indicado y el único, para negociar las aeronaves.

Hacía escasos dos años que la Gran Guerra había terminado y una gran cantidad de material bélico aéreo sobrante estaba a disposición del público en los países europeos, razón de más para que nuestro capitán Daza se dirigiera a Europa a negociar el equipo necesario para el inicio de las operaciones de la Sociedad Nortesantandereana de Aviación.

Para abreviar la larga historia de los inconvenientes que encontró desde el momento de la compra hasta su llegada a la ciudad, baste decir que finalmente trajo un Caudron G-3 que fue la primera nave de la Sociedad, la que bautizaron con el nombre de “Santander”. Desde el punto de vista comercial, es muy poco lo que se sabe de los vuelos realizados por la Sociedad Nortesantandereana de Aviación, pues al principio los vuelos eran demostrativos y sólo con el tiempo empezaron propiamente la prestación del servicio de trasporte de pasajeros y especialmente de correos que era uno de los servicios más lucrativos de la época.

A mediados de la década de los veinte, la compañía adquirió otra aeronave de similares características, bautizada con el nombre de “Bolívar”. Desconocemos la suerte corrida por esta sociedad aérea, especialmente después del retiro de Camilo Daza en 1929 y si aún existía en 1931 cuando regresó a Cúcuta, aterrizando en la pista del nuevo aeropuerto Cazadero.

Otro de los eventos que posiblemente sirvió de inspiración a muchos jóvenes locales, en sus deseos de volar, pudo haberse originado en la confrontación con el Perú, en la guerra que se declaró en 1933, donde la participación del componente aéreo militar tuvo gran preponderancia en las acciones militares, lo que nos lleva a concluir que muchos jóvenes se vieron influenciados por esta carrera que apenas aparecía en el panorama de las alternativas de vida.

Pues bien, la historia de los jóvenes pilotos cucuteños que perecieron en accidentes aéreos, se remonta mucho antes del percance sufrido por el muy recordado José Antonio ‘Toto’ Hernández.

Para muchos cucuteños, la figura más representativa de los héroes de la aviación perecidos accidentalmente, sin embargo, en estas mismas crónicas hemos relatado otros casos dignos de mencionar, de accidentes aéreos sucedidos en esta región del país, como el caso del capitán Alberto Seade, un joven piloto cuya obsesión de pasar por debajo del puente Elías M. Soto lo llevó a su muerte, que a pesar de haber realizado la maniobra, unos cables eléctricos tendidos después del puente ocasionaron el fatal accidente.

Pero el tema de esta crónica trata del primer piloto cucuteño fallecido accidentalmente. Su historia se remonta a comienzos de los años treinta, su nombre, Marco A. Sánchez. Fue uno de esos jóvenes contagiado por la fiebre de la aviación en momentos en que esta actividad apenas comenzaba a abrirse camino en el mundo de las oportunidades, pero como sucede en estos casos pudo más la fascinación que las limitaciones que se le presentaron para lograr sus aspiraciones. Se dice que dentro de su sencillez, fue un fiel representativo de la raza y la estirpe nortesantandereana.

Dominado por la obsesión de ser aviador, ningún obstáculo lo detuvo en su empeño. Era chofer de plaza en Cúcuta y un buen día abandonó su automóvil y se marchó a Bogotá e ingresó como mecánico en la escuela de aviación de Madrid (Cund.), allí estuvo por dos años tratando de ingresar como estudiante, meta que no logró más por falta de apoyo que por capacidades, pues la incipiente aviación nacional, requería más de apoyo financiero que de buenas intenciones. Renunció entonces y se regresó a su tierra nativa y aquí trazó su estrategia para lograr el propósito que buscaba.

En una mañana de café consiguió reunir un grupo de los más destacados dirigentes, entre quienes estaban José Manuel Villalobos, Teodoro Gutiérrez Calderón, Luis Gabriel Castro y Pablo A. Rosas entre otros y les dijo: “yo quiero ser aviador, ustedes tienen que ayudarme y después de narrarles su historia, decidieron constituir una Junta para conseguir los recursos necesarios para enviar el joven a estudiar.

Programaron veladas, partidos de futbol, bailes y bazares, además gestionaron algunas partidas con el Concejo y con la Gobernación y con algo más de mil pesos y sin saber inglés, pero con una enorme voluntad y muchas esperanzas, una mañana partió a los Estados Unidos y sometido a toda clase de privaciones logró matricularse en la escuela Curtiss, la misma donde había estudiado Camilo Daza, quien probablemente influyó para que fuera aceptado. Relatan quienes asistieron a una de las fiestas del 20 de julio, que allí conmemoran los colombianos, que en una de esas ocasiones apareció un avión que comenzó a revolotear sobre el ‘glorioso bronce’, voló muy bajo casi rozando la efigie y arrojó una corona floral que cayó engarzada en el cuello del héroe. Presenciando aquel acto osado se encontraba el cónsul del Colombia, Germán Olano quien al preguntar de quién se trataba, le dijeron es Marcos Sánchez, un muchacho de Cúcuta.

Año y medio después regresó a Cúcuta con su diploma de aviador refrendado por la Cámara de Comercio de los Estados Unidos. Como no había empresas de trasporte aéreo que lo contratara, fue admitido en la armada nacional que lo envió a la base aérea ‘El Guabito’ en Cali para realizar estudios que le permitieron alcanzar el grado de subteniente.

Cuando se aprestaba a recibir de manos del ministro Hernández Bustos su sable y el título de aviador militar, el hado fatal lo arrojó a tierra consumiendo entre las llamas de su avión el hilo glorioso de su vida. Fue su último viaje, saliendo de la base de Palanquero hacia Bogotá, en un vuelo de prueba con una cuadrilla de aviones con varios estudiantes y su mecánico de a bordo, su avión Falcon, identificado con el número 129, se vino a tierra, incendiándose y pereciendo instantáneamente. Triste final para un gran ser humano.

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