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El Refugio del Buen Pastor

En esa época, sucedía con más frecuencia de la usual y no solamente con niños, también con niñas. 

Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com

Habían transcurrido ya muchos años después de la ocurrencia del terrible sismo que sacudió la ciudad. Su reconstrucción y progreso eran admirables y la contribución de sus habitantes era cada día más prometedora. Con el desarrollo se hicieron palpables también los problemas, por los cuales fue necesario considerar las prácticas para reformar a quienes incurrían en actos contrarios a las buenas costumbres y a las leyes. 

Desde el inicio de los tiempos han sido los hombres quienes primero se destacaron por estas acciones, apenas normal teniendo en cuenta que por su condición debían procurar el bienestar de sus congéneres y velar por la suerte de sus mujeres y su descendencia.

En un principio, los lugares de reclusión o confinamiento fueron exclusivos del género masculino, pero a medida que avanzaban los años, su contraparte se fue apropiando de sus mañas y vicios hasta que se hizo necesario considerar sus propios espacios que por razones obvias no podían compartir con el género opuesto. 

En Cúcuta, sólo a mediados de la primera mitad del siglo pasado se comenzó a pensar en esta clase de lugares pero no para recluir mujeres que hubieran cometido hechos delincuenciales sino para albergar a quienes sufrían condiciones de abandono, especialmente las más jóvenes a quienes sus padres abandonaban cuando no encontraban la manera de mantenerlas. 

En esa época, sucedía con más frecuencia de la usual y no solamente con niños, también con niñas. Fue precisamente, por razones como estas, que se promovió la conformación del Amparo de Niños que ahora se proponía abrir una sección para acoger niñas que estuvieran en condiciones de desamparo.

Fue así como en un mes de septiembre de mediados del siglo pasado, el día de la Natividad, se dio al servicio,  en el edificio Parroquial, ¿recuerdan? donde hoy se levanta el centro comercial de la avenida cuarta con calle once, en el mismo sitio donde meses antes y por muchos años, funcionó la Escuela Popular de San José, administrada por la curia de la iglesia del mismo nombre, la sección del amparo de niñas que llamaron El Refugio del Buen Pastor.

Tomó el nombre de la congregación de las religiosas traídas por el padre Daniel Jordán para que se ocuparan de las niñas sin recursos, muchas de las cuales deambulaban por las calles de la ciudad. Esta comunidad del Buen Pastor, de origen francés, se asentó principalmente en la zona fronteriza colombo venezolana en la última década del  siglo XIX y todas sus obras sociales  se orientaban en el manejo de internados de protección y escuelas de educación formal para niñas y posteriormente en la administración de cárceles de mujeres.

En el comienzo, no fueron muchas las beneficiarias, toda vez que iniciaron con una media docena de chiquillas a las que se les enseñaba modistería, lavandería, bordados, pintura, planchados y hechura de colchones entre otras actividades. Adicionalmente se les impartían las clases tradicionales de toda escuela primaria. 

Por el contacto diario que los padres de familia mantenían con los sacerdotes, sabían de las dificultades que tenían con algunas de las jovencitas que sus padres no las aguantaban y temiendo por su futuro optaban por llevarlas al Refugio del Buen Pastor. Allí, las hermanas se encargaban de enseñarles los oficios domésticos y de aconsejarlas, de manera que a los pocos meses se habían transformado en mujeres que eran verdaderos modelos en su hogar.

 Así mismo, el juez de menores de la época, analizadas las circunstancias, en lugar de enviar las muchachas a la cárcel, optaba por remitirla al Buen Pastor con la seguridad que saldría rehabilitada en poco tiempo.

El mayor inconveniente que afrontaban era la falta de apoyo y de recursos oficiales, por lo cual se veían en la forzosa obligación de cobrar, aunque hoy parezca insignificante, no lo era entonces, la suma de cincuenta centavos diarios. 

Con estos fondos les alcanzaba a las hermanas para atender escasamente los gastos de alimentación, ropa y medicinas. En algún momento lanzaron un programa que pretendía concientizar a las familias más pudientes para que colaboraran con la suma de $15 mensuales y en retribución el Refugio se comprometía a capacitar a quienes habían considerado, según sus propias palabras “a las jovencitas descarriadas que andan por nuestras calles” para que sirvieran en “los oficios de la casa”, dada la escasez que había de esta clase de trabajadores, especialmente que supieran de estas labores.

La institución, cuyas monjas son de vida enclaustrada, también ofrecía a la comunidad en general los servicios de lavado y planchado de ropa, así como la venta de colchones que allí mismo fabricaban. 

En las visitas que realizaban las distintas asociaciones católicas, especialmente de señoras, veían con agrado la constancia y el empeño con que las monjas emprendían sus tareas. 

Las religiosas estaban igualmente muy agradecidas con la hospitalidad y encantadas con la acogida que les había brindado el pueblo cucuteño, que al ver el interés que despertaban y las necesidades que tenían, no dudaron en hacerles entrega gratuita de los enseres mínimos necesarios para el desarrollo de sus actividades. 

No fue necesario promover bazares ni rifas para dotar de los electrodomésticos al nuevo Refugio, pues los principales almacenes se encargaron de entregarlos sin contraprestación alguna, solo con la esperanza de colaborar en esa tan importante obra cultural y de asistencia social.

Viernes, 12 de Mayo de 2017
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