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Mirador del cerro del Galembo

Para contextualizar esta crónica es necesario que el lector se sitúe cronológicamente en la Cúcuta de los años cincuenta 

Para contextualizar esta crónica es necesario que el lector se sitúe cronológicamente en la Cúcuta de los años cincuenta y compare esta vista con los proyectos turísticos que la alcaldía de la ciudad pretende desarrollar antes del 2020. Son proyectos de gran importancia para el desarrollo turístico de la ciudad, toda vez que a excepción del llamado “Malecón” no hay más opciones donde los visitantes puedan departir momentos de sano esparcimiento. Sabemos de buena fuente que dos proyectos están en plena ejecución, empezando por el monumento de El Nazareno, un mirador en uno de los barrios más tradicionales de la ciudadela de Juan Atalaya, que a pesar de haber sido inaugurado aprovechando los días de la Semana Santa de 2017, le faltan las obras que permiten el acceso expedito al sitio, sin las incomodidades que presenta, debido a la ausencia de vías pavimentadas que dificultan la entrada de vehículos. Tal vez se pensó que los visitantes irían de visita a pie, en peregrinación o como penitencia por sus pecados; el hecho es que todavía deben agregarse algunos elementos más para que sea un atractivo realizar el viaje. Razón por la cual los vecinos se quejan, pasados los días santos, de la falta de visitantes.

El otro proyecto en ciernes es el de la ampliación y modernización del monumento a Cristo Rey, cuya crónica escribimos hace algún tiempo y que hoy celebramos como la obra con mayor futuro para el turismo local. Ésta, sin las dificultades geográficas de la anterior y que esperamos tenga la acogida que en su momento tuvo, cuando en el pasado se inauguró con modestia y religiosidad.

Ahora bien, la crónica de hoy tiene que ver con una situación similar que ocurría a mediados del siglo pasado y que, guardadas proporciones,  se asimilaba a las circunstancias actuales cuando las gentes buscaban qué hacer durante los días festivos o cualquier excusa válida para salir a “dar una vuelta” y escapar de la rutina o simplemente como remedio al aburrimiento, habida cuenta de las pocas oportunidades que se tenían entonces. El mirador, donde acudían los cucuteños, era el llamado Cerro del Galembo, en la parte alta de lo que hoy es el barrio Circunvalación, específicamente en la esquina de la calle 17 con avenida novena, piedra que aún es visible y que entonces era un lugar despoblado desde donde se apreciaba la ciudad en toda su extensión, mirando hacia el norte se veía el cerro Tasajero y tanto hacia el oriente como hacia el oeste se distinguían las escasas viviendas, unas en cercanía al río Pamplonita y algunas más humildes, en el otro extremo, poblado de cujíes en los cerros áridos donde se distrib
uían caóticamente los hogares de los modestos lugareños. El sitio era una excursión obligada para quienes hacían el recorrido por el Paseo de la Circunvalación, que se había tornado famoso desde 1923 cuando el gobierno local, promovió la construcción del monumento conmemorativo de los cien años de la Batalla de Maracaibo, en honor del Almirante José Prudencio Padilla, al que aún se le recuerda y conoce, a pesar del abandono en que está sumida la Columna de Padilla.

Para los visitantes, el recorrido por el Paseo de la Circunvalación, era uno de los mayores atractivos a pesar que en el lugar no había comodidades de ninguna clase, solamente la vista del exuberante valle. Sin embargo, el impacto que producía entre los forasteros era tal, que con orgullo reproducían las experiencias vividas y narradas, como las expuestas por don Antonio Brugés Carmona, la que paso a contarles. Dice nuestro visitante “…desde el Cerro del Galembo se ve San José de Cúcuta, extendida sobre su valle entre leves casas azulinas, mientras de la sierra, por entre los boquerones que por allí se abren, viene una brisa impetuosa que dobla los cocoteros y despeina las altas copas de los árboles añosos. La ciudad vista desde allí sugiere una hermosa evocación marina. Es fácil seguir desde allí, amorosamente como en un mapa de alto relieve, el nacimiento y ensanche de la ciudad. Estas casuchas humildes, que a manera de casitas de pesebre navideño forman en una loma y otra, el maravilloso conjunto de los barrios humildes, marcan el derrotero geográfico del turista, que está parado al pie de la Columna de Padilla. Ahora los grupos son menores, ya no son más de tres casitas que se acercan a la ciudad en pleno. Cúcuta se revela entonces en toda la fuerza de su personalidad. Las calles, que son avenidas, están vestidas con el verde follaje de las acacias, los matarratones y los almendros, donde juega la orquestación del viento marinero, que no se sabe de dónde viene. Las calles de Cúcuta son una fiesta de color. Pero entre todos, el blanco cobra las más alta distinción. El sol se encarga de este efecto maravilloso de lo blanco, más allá de la tonalidad común que nos es familiar. Las mujeres van de blanco y resaltan su belleza como si disfrutaran de un extraño secreto de fotogenia. Y los demás colores extreman su oficio de adorno para que el blanco conserve el raro prestigio que tiene el blanco de las gardenias. Lo demás es rumorosa alegría de vivir. Risas, canciones y pregones aumentan el encanto de las calles de gentes en constante actividad de crear. A corta distancia de la frontera con Venezuela, Cúcuta es como una gran antesala de la patria donde se acendran los más puros amores por ella. Por eso nace allí la paradójica armonía de lo internacional que estimula la posición geográfica de la ciudad y la hospitalidad de sus habitantes, y la nacionalista que se nutre del fervor de los cucuteños, celosos guardianes de la heredad de los mayores., por eso en Cúcuta, en la propia orilla del terruño colombiano, cuando físicamente estamos más lejos del corazón de Colombia, es más grande y más impetuoso el amor por ella. Desde el cerro el Galembo, viendo a Cúcuta recostada a su valle, próvido, majestuosa y soberbia, que abre generosa sus brazos al viajero, sentimos, entre sentimentales y calculadores, la grandeza de la patria.”

Don Antonio, visitó entre otros lugares, conducido por sus amigos cucuteños para mostrarle el desarrollo que estaba adquiriendo la ciudad, las quintas residenciales que entonces se estaban levantando en los barrios cercanos al Pamplonita, como el moderno barrio Libertador, el barrio Blanco y el Colsag, que a pesar de los riesgos que generaban las crecidas del río, esperaban que con la construcción de las murallas de la margen izquierda se atenuara el peligro de las inundaciones, tan famosas como temidas en el pasado.

Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com

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Viernes, 9 de Junio de 2017
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