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Migrantes que viajan a la frontera entre México y EEUU en ‘La Bestia’
Un tren de carga en el que van colgando como racimos de los vagones. 
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AFP
AFP
Miércoles, 15 de Agosto de 2018

El diluvio casi bíblico no detiene a Norma en su misión: llevar paquetes de comida y agua a los migrantes indocumentados que pasan por México, desvalidos, montados sobre el lomo de “La Bestia”, un tren de carga que llega hasta la frontera con Estados Unidos.

Colgando como racimos de los vagones del ferrocarril, cerca de 300 migrantes atraviesan como un relámpago la noche en Las Patronas, una pequeña población del peligroso estado de Veracruz, en el este de México.

Durante años, Norma Romero pensó que estos hombres eran mexicanos aventureros que necesitaban viajar a bajo presupuesto. Pero un día, “La Bestia” se descompuso quedando inmóvil sobre las vías, y los hombres descendieron suplicando ayuda.

“Tenían un acento de Centroamérica”, recuerda Norma, quien a sus 48 años es una de las 12 mujeres -conocidas como “Las Patronas”- que distribuyen comida a los migrantes gracias a donantes y voluntarios ocasionales.

“Me pidieron que les diera el pan y la leche que acababa de comprar. Tenían hambre”, relata.

Norma fue a contarle a su madre, quien inmediatamente hizo suya la causa de alimentar a estos viajeros clandestinos que huyen de la pobreza y la violencia en sus países.

Y así, desde hace 23 años, “Las Patronas” preparan diariamente refrigerios para los migrantes y acuden a las vías para dárselos o lanzárselos al paso estrepitoso del tren.

Al divisar a las benévolas, los migrantes se inclinan peligrosamente tratando de atrapar al vuelo una de las bolsas de comida. Algunos incluso bajan del tren y corren a su lado mientras recogen su botín. 

La escena dura los escasos instantes que tarda el ferrocarril en pasar, antes de desaparecer en la oscuridad de la noche. A lo lejos, queda replicando el eco de los gritos: “¡México!”, “¡Gracias madre!”.

“Nos sentimos felices de verlos continuar su viaje con comida, pero al mismo tiempo tristes”, comenta Julia Ramírez, una “Patrona” viuda, al igual que Norma.

“También sentimos rabia de ver a estos jóvenes con talento abandonar sus países y tomar riesgos. Es injusto”, dice Norma, secándose las lágrimas.

Muchos migrantes han sido mutilados por las ruedas de “La Bestia” cuando intentaron montar abordo o cuando cayeron por haberse quedado dormidos de cansancio.

También son constantemente blanco de criminales e incluso de policías corruptos que los extorsionan y asesinan.

Veracruz es territorio de sanguinarios cárteles de narcotraficantes que se disputan el territorio y se financian secuestrando o reclutando de manera forzada a los migrantes.

“Nos atacan muchas veces en los túneles”, asegura David Ramírez, un hondureño de 23 años.

Loncheras, mapas y folletos 

Desde que asumió su misión, Norma convirtió su casa en un modesto albergue para migrantes. En uno de sus muros está pintada la virgen de Guadalupe entre vagones de tren y en otro, un mapa de México que traza la ruta ferroviaria.

Hace tiempo, unas 20 mujeres formaban el grupo de “Las Patronas”, pero varias desistieron cuando oyeron que ayudar a indocumentados es un delito.

“Tenemos una misión de amor”, subraya Norma.

Cada día, preparan cientos de botellas de agua limpia y bolsas con una porción de arroz, frijoles, pan y atún. 

“Algunos días cocinamos 40 kilos de arroz”, cuenta Julia, al explicar que un supermercado de Córdoba les dona el pan, y otros comerciantes el resto de los ingredientes.

A veces pueden darse el lujo de una rebanada de pastel, y nunca falta un folleto con información sobre derechos del migrante y un mapa que localiza todos los albergues del país.

Gracias a donaciones, Norma pudo agrandar su casa-albergue y construir una pequeña capilla donde los migrantes descansan sobre colchones al ras del piso antes de continuar su peligroso periplo.

“Cuando estamos sobre el tren, a veces la gente nos avienta piedras”, asegura Santos Delgado, un hondureño de 45 años que ha sido dos veces deportado de Estados Unidos.

Su plan es llegar nuevamente a la frontera y pasar a través del desierto para buscar a su hermana, desaparecida hace cinco años y cuya foto atesora en un bolsillo colgado al cuello.

“Aquí no nos hace falta nada. Nos dan de comer y ropa”, comenta David, mientras dos pequeños niños juegan sin zapatos en el patio y una madre amamanta a su bebé.

La preparación de la comida en grandes cantidades, su empaque y distribución en las vías es posible gracias a la ayuda de los mismos migrantes que están de paso en el albergue.

Pero no todos los viajeros que pasan sobre el lomo de “La Bestia” logran atrapar los paquetes de comida.

“Pese a todo, al vernos, se van con esperanza”, se reconforta Norma. 

Estas fotos captadas por AFP muestran los recuerdos familiares y las protecciones divinas que llevan los migrantes durante su riesgoso viaje para cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.

Historias de vida

Hombres, a menudo jóvenes, otros ya varias veces expulsados de Estados Unidos, mujeres viajando con niños pequeños o incluso embarazadas, cuentan su largo viaje.
   
Andrés Sánchez

“Ser migrante es ser rechazado”, lamenta Andrés, 18 años, un día después de su segunda expulsión de Estados Unidos.

Consigo no lleva más que una biblia y una billetera fabricada de bolsas plásticas.

Andrés estuvo detenido durante dos meses después de haber intentado cruzar la frontera estadounidense con una visa de turista falsa que le vendió un traficante por 3.500 dólares, pero el documento había sido declarado robado.

“En la prisión hace mucho frío, casi no duermes y la comida es muy mala”, dice desde un refugio para migrantes de Ciudad Juárez.

No sabe si intentará cruzar nuevamente porque la próxima vez  se arriesga a pasar seis meses en prisión, según le advirtieron las autoridades estadounidenses.

En Puebla, en el centro de México, de donde es originario, Andrés trabajaba como obrero, pero sueña con llegar a Denver, Colorado.
   
Micaela Pérez

“Es muy riesgoso ser migrante”, confiesa Micaela, 24 años, al día siguiente de su tercera expulsión de Estados Unidos. El desierto “es muy feo para cruzar (...) Me acabo la comida y el agua, pues ya me entregué” a las autoridades, recuerda.

No tiene ninguna pertenencia, ni un centavo en el bolsillo. La ropa que trae puesta se la donaron en el refugio de migrantes.

Originaria de Chiapas, el estado más pobre de México, Micaela intentó cruzar la frontera por tercera vez este año para reunirse con su marido que vive del otro lado, clandestinamente, desde hace dos años.

En marzo pagó 1.500 dólares a un coyote (traficante) para cruzar el Río Grande pero fue detenida por la patrulla fronteriza y retenida durante seis días.

La próxima vez se arriesga a pasar 20 años en prisión, le advirtieron los guardias fronterizos.
   
Ángel Saravia

Desde hace más de cinco años, Ángel, 61 años, vive en una cabaña cerca de la frontera en la garganta del Cañón del Matadero en Tijuana.

Ángel dejó tras de sí una vida de migrante. La última vez que lo expulsaron de Estados Unidos fue hace seis años.

“Es algo importante para nosotros, emigrar, porque se mueve uno para salir adelante (...) aunque se sufre, pero tiene que correr el riesgo”, asegura.

Aquí “es como un santuario, vives lejos de la sociedad que todo el tiempo nos está recriminando que los deportados son criminales (...) Aquí estamos lejos de donde nos estén señalando y vivimos en paz”.
   
Sandra Hernández

Sandra dejó a dos hijos en Honduras para emprender el peligroso viaje hacia el vecino del norte junto a su hija más joven de cuatro años, Danaya. Se subió al tren de carga conocido como “La Bestia” que atraviesa México.

Es la primera vez que intenta hacer la travesía hacia el “sueño americano”. En Honduras, trabajaba como empleada doméstica pero su salario “era insuficiente” para mantener a su familia.

“Es duro dejar a tus hijos”, dice Sandra quien confiesa que ha llorado cuando habla por teléfono con los pequeños de seis y nueve años que dejó atrás.
Piensa irse “en tres días, sola, con mi hija”, aunque tiene miedo de que una vez en Estados Unidos la separen de ella.

David Ramírez

Para salir de Honduras, David viajó en camión, después en un bote y finalmente sobre “La Bestia”.

Ya ha sido expulsado dos veces de Estados Unidos, pero intentará una tercera, aun cuando ya ha sido agredido por criminales.

En este refugio de Veracruz (este), ayuda a preparar bolsas con comida para los migrantes del tren. “Sentimos mucha felicidad cuando las distribuimos, pero también mucha tristeza de ver a los migrantes”, confiesa.

David quisiera ir hasta Michigan, en el norte de Estados Unidos, donde vive su tía. Viaja con un amigo que quiere convertirse en futbolista profesional, “fanático de Griezmann y de Pavard”, campeones mundiales con Francia.

Raquel Padilla

Migrar “es el sueño de todo centroamericano”, dice Raquel de 27 años.

Este es su primer viaje, pero extraña a su hijo que se quedó en Honduras. Llegó hasta Guadalajara usando rutas alternativas y está en el refugio desde hace ocho días con un amigo.

¿Su bien más preciado? “Es el bebé que llevo en mi vientre”.

Raquel tiene cuatro meses de embarazo.
   
Graciela

Graciela, hondureña de 16 años, viajaba sola.

Dio a luz a su hijo César en un baño cerca de la frontera sur, en Chiapas. En este refugio juvenil de Tijuana, espera que las autoridades vengan para declarar el nacimiento de César.

Quiere que ambos obtengan sus documentos mexicanos y enseguida hará una solicitud de asilo en Estados Unidos.

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