Rodrigo Arias Angarita inicia su trabajo a las 4:00 de la mañana, cuando la caldera de su cocina arde y se percibe un aroma a café, imponente y tan cálido como el amor que tiene por su familia y su finca, ubicada en una hermosa zona boscosa de Ocaña, Norte de Santander.
¡Qué envidia!, esa, la de tomar el primer sorbo hirviendo de un café que él mismo produce en ‘La Selva’. Así se llama su finca, en la vereda San Agustín, del corregimiento Agua de la Virgen, donde sus manos y las de su familia han sembrado casi cinco hectáreas de uno de los mejores cafés del Catatumbo, al que tratan como un hijo más, pues para ellos es el grano de la resiliencia, de la paz, del emprendimiento y del futuro de toda su familia.
Con la mirada fija en el horizonte, para él tomar el segundo y el tercer sorbo de su café es un placer. Rodrigo es un hombre de pocas palabras, pero cuando de hablar de su tierra se trata, de su corazón, de sus manos y de sus ojos brotan expresiones, gestos y miradas que demuestran que llegar hasta donde está, no ha sido fácil. El recuerdo de la violencia que lo asechó hace años, aún es doloroso. El cuarto sorbo calma la pena y sus pensamientos evocan la esperanza de un mejor futuro en el campo.
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Los 10 o 15 grados centígrados que se sienten en su finca a las cinco de la mañana, hacen mella en su café. Ya no está tan caliente, pero sigue igual de bueno, igual de puro, igual de intenso, así como ha sido su vida, la que es capaz de comparar con un grano de café y de su crecimiento en una tierra que fue violenta, porque los grupos armados al margen de la ley así lo quisieron. El surgimiento de la primera mata de café en ‘La Selva’, lo compara con el nacimiento de su primer hijo, aquel que por poco nace en medio de las balas, en una ‘selva’ donde el más fuerte quiso imponer su ley.
De la violencia a la productividad
De esa cruel época, entre los años 1999 y 2000, recuerda que su esposa Cira lo apoyó en todo momento y, cuando tomaron la decisión de dejar su tierra abandonada a causa de las extorsiones y las amenazas, buscaron un jeep que los llevaría hacia Ocaña, tras un lugar dónde resguardarse, sin contar que ella estaba a punto de dar a luz a su primogénito. Casi nace en ese viejo carro, pero con su fe puesta en la Virgen de la Torcoroma, éste les abrió los caminos para llegar al hospital, donde su alma le volvió al cuerpo cuando escuchó el primer llanto de su bebé.