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El trébol de cuatro hojas

¿Cuántos años tendría aquella rama de la buena suerte en aquel libro y cómo llegaría allí?

El pasado día de la Poesía, me fui a buscar a Neruda. Hacía tiempos no lo visitaba ni me había nutrido de sus poemas. Era, pues, una bonita oportunidad de celebrar la fecha, aunque sin vino.  Encontré el libro,   despastado, amarillento por la vejez y triste tal vez por su soledad. Me arrepentí de haberlo tenido tan abandonado y juré (¡otro juramento!) que en adelante lo tendría más cerca, que lo mandaría a empastar y que volvería a ser un libro de primera mano. Le renové mis lazos de amistad y como a una amante le dije: “Sólo la muerte nos separará”.

Digo que otro juramento porque son muchos los juramentos que uno hace a lo largo de la vida. “Perdóname, mi amor, no lo volveré a hacer, lo juro por ésta”. O el juramento de todos los diciembres: “Juro por mi madre que está en los cielos, que no volveré a tomar”. “El año que viene sí haré la dieta para rebajar de peso”. O en el confesonario: “No volveré a pecar con esa vieja”.

Tomé el libro  con cariño reprimido de muchos años y con un sentimiento de culpa por mi ingratitud. En efecto, muchos de sus versos me abrieron inspiración y abrazos, y durante mucho tiempo fue mi biblia de poesía.

Abrí el libro en cualquier parte. Para leer a Pablo Neruda basta tener disposición de ánimo y deseos de pasar un excelente rato, alejado de este mundo y sus crueles ignominias. Lo abrí y ante mis ojos apareció el poema V, del libro “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”:

“Para que tú me oigas,

mis palabras

se adelgazan a veces…”

De pronto estos versos fueron dedicados a alguna flaca, amiga de Neruda, que necesitaba palabras delgadas. O de pronto, alguna gorda. Para el amor no existen  diferencias de peso, edad ni raza. Pensé en los amores de Neruda, él, quien, según sus biógrafos, escribía poemas en las servilletas de los restaurantes, en las palmas de la mano de alguna muchacha o en su cuaderno de notas.

 “Ahora quiero que digan mis palabras lo que quiero decirte / para que tú me oigas como quiero que me oigas”.

Iba a seguir leyendo el poema V, cuando algo detuvo mi vista. Algo que no había visto. Una diminuta rama de trébol, seca, sin carnes, sin color verde, pero tenía sus cuatro hojas extendidas. Era una rama marchita, con la piel pegada a la nervadura, como los ancianos que aún viven, a la espera de que Dios se acuerde de ellos, según su propio decir, o ahí “luchando con este chilingo de vida”, según dicen otros.

¿Cuántos años tendría aquella rama de la buena suerte en aquel libro y cómo llegaría allí? No supe responderme. Sólo recuerdo que yo en mi juventud y soltería, era dado a buscar, acompañado de alguna muchacha, un trébol de cuatro hojas en los prados o jardines por donde caminábamos. Sabido es que el trébol sólo tiene tres hojas y hallar uno de cuatro significa una señal de buena suerte. Yo creo mucho en las señales que nos da el universo, y el trébol de cuatro hojas, difícil de encontrar, es una de esas. Seguramente en alguna ocasión, le leía el poema número 5 de Neruda a alguna amiga, y esa tarde, encontramos aquel trébol. Seguramente era una tarde calurosa y de pronto comenzó a lloviznar y nos juntó la llovizna. Y hubo arco iris. Esa tarde, seguramente guardamos el trébol en el libro mientras dejábamos que la buena suerte nos empapara. Seguramente…

gusgomar@hotmail.com 

 

Martes, 28 de Marzo de 2023
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