Una densa nube de tierra, que se eleva por la brisa en Villa del Rosario, cubre la improvisada mesa donde reposan dos termos con café, unos empaques de galletas y algunas cajetillas de cigarrillos. Mileiny* se agacha para recoger del suelo la mercancía que se ha caído, se incorpora y la apila de nuevo y comenta: “Ha estado flojo por estos días”, se refiere a la venta.
Son las 12:00 del mediodía, Mileiny tiene 15 años y debería estar saliendo de la escuela, pero hace cuatro años que no ha vuelto a un aula de clases. Lo recuerda con nostalgia y no se atreve a mirar a los ojos, sin que se asomen algunas lágrimas.
Es una chica sencilla, parca en su diálogo. Sentada en una silla, junto al puente internacional Simón Bolívar (La Parada), principal vía terrestre que comunica a Colombia con Venezuela, se pasan sus días. “Me levanto muy temprano para estar aquí vendiendo café y tragando tierra. Me gustaba ir a la escuela, tenía amigos y estaba aprendiendo, pero ya lo que aprendí se me está olvidando”, relata.
La historia de Mileiny, replica la de muchos niños y adolescentes que han tenido que dejar sus estudios para trabajar y contribuir con ellos al sostén de sus familias. Es migrante. Junto a sus padres dejó su natal Nueva Esparta, en Venezuela, huyendo de la crisis y la pobreza.
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Almarys Fernández*, su madre, la acompaña en la dura de faena que enfrentan día a día. Con el trabajo informal logran reunir lo necesario para pagar una pieza donde duermen ella con su esposo y sus cuatro hijos. Al menos tres de ellos trabajan.
Mileiny es su hija mayor. Le siguen dos varones de 12 y 10 años. La menor es una niña de dos años que permanece a toda hora bajo su cuidado. “Mis hijos me ayudan a trabajar para reunir lo de la comida. Tengo que traerlos conmigo porque de ninguna manera los dejaría solos donde dormimos”, dice la mujer que sostiene entre sus brazos a la pequeña dormida.
El niño de 12 años trabaja descargando camiones de gaseosas que llegan a surtir los comercios de la zona. No es mucho lo que le pagan, pero suma a la canasta del día. El de 10 años ayuda a su padre que se gana la vida pasando equipajes y mercancía de viajeros que entran y salen de Colombia por las trochas.
Por las tardes, si el día no rindió sus frutos, Mileiny sale con sus cuatro hijos a recorrer las calles de La Parada (Villa del Rosario), en busca de envases de reciclaje que venden para completar lo de la comida.
“Un día muy bueno alcanzamos a hacer las tres comidas, pero eso es muy raro. Casi siempre es solo un desayuno de pan con café y al final de la tarde un almuerzo que también es cena. A veces una arepa, aunque hay días en que tenemos para la arepa, pero no alcanza para el queso y salimos a hacer lo de comprar para rellenarlas”, cuenta.
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Fernández relata que ninguno de sus hijos ha vuelto a estudiar desde que salieron de Venezuela. La menor nació en Colombia, pero, de ellos, ninguno ha regularizado su estatus migratorio. Ni siquiera ha hecho el trámite para obtener un Permiso Especial de Permanencia (PEP), como si los afanes por garantizar al menos el hospedaje y la comida, les hubieran privado de los derechos a tener una vida digna.
La mujer afirma que su mayor preocupación ha sido mantener a sus hijos a salvo de los peligros de la calle. Los mantienen trabajando, pero a su lado. “Aquí la vida es muy fuerte, uno ve tantas cosas que me da miedo que alguno se me pierda”, dice.
Su hija siente el mismo miedo. Aunque ya tiene cuatro años trabajando en contra de su voluntad, no ha superado la vergüenza que le produce interactuar con desconocidos. Le da pena salir a ofrecer café o alejarse de su madre. “A reciclar ni se diga, a quién no le va a dar pena andar por ahí recogiendo potes”, afirma.
Está cansada, dice, y sus hermanos también. “Mi hermanito ayer le dijo a mi mamá que quería irse a un albergue, porque ahí los ponen a estudiar y hacer cosas como otros niños”.
Acerca de la felicidad, Mileiny no tiene mucho que decir. La perdió en el viaje que emprendió hacia a un mundo que desconocía. “En Venezuela yo nunca trabajé. Mi mamá era cajera en una panadería y mi papá pescaba. Mi trabajo era ir a la escuela, salir a mediodía para irme a mi casa a ver novelas y después hacer mis tareas”, recuerda y sonríe, quizás el único momento en que lo hizo durante toda la entrevista.