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Segunda parte | “La Guardia venezolana trató a la gente de la manera más inhumana”

En su libro, la excanciller María Ángela Holguín relata los episodios más difíciles de la crisis con Venezuela.

La Venezuela que viví es el libro de la excanciller María Ángela Holguín, quien conoció de primera mano, como embajadora y como ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, la realidad de Venezuela entre 2002 y 2018.

Se trata de una historia atada a la frontera con Norte de Santander, especialmente en el sector de La Parada (Villa del Rosario) y del inesperado cierre de los puentes internacionales, que aún se mantiene vigente, así como todo tipo de comunicación con el vecino país.  

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La Opinión le trae la segunda parte del fragmento “El punto de quiebre con Colombia” del capítulo 4.

(…) Una de las cosas que más me impresionaban en aquel momento era que la Venezuela que conocí cuando fui embajadora era completamente distinta a la de ahora, trece años después. Muchas veces estuve en esa frontera entre 2002 y 2004 y la gente gozaba de un mejor nivel de vida del que teníamos en Colombia. 

Pero ahora, al ver el estado de las personas que llegaban, con alrededor de seis o siete hijos por familia, en una extrema pobreza, entendí que las carencias de la gente en Venezuela se habían incrementado exponencialmente en los años recientes. 

El recorrido que hice por La Parada y por el puente Simón Bolívar esa tarde del lunes fue uno de los momentos más amargos de mi vida. En los locales comerciales del caserío se veía el contrabando por todas partes y la venta de divisas se hacía a la manera de la frontera, es decir, gente agitando manojos de dólares y de bolívares como si fuera lo más normal y, sobre todo, legal. Y estaba el puente, que parecía recrear alguna película de guerra. Una zona sin Dios ni ley. 

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También se veía a los voluntarios que organizaban la llegada de las familias, que le daban comida al que pasara. El episodio surrealista que vivíamos fue el punto de quiebre en nuestra relación con Venezuela. Ahí comprendí que los esfuerzos que habíamos hecho con el presidente Santos para promover el diálogo entre venezolanos como salida a la crisis interna, o los esfuerzos por mejorar la situación de la frontera del caos y la violencia, habían llegado a su fin. 

Un país no puede tener una relación con un gobierno que expulsa de la peor manera a sus connacionales y para justificarlo utiliza argumentos falsos y acomodados. Una operación como esa no se desencadena de la noche a la mañana. Estaba preparada. 

Unos días después de la deportación, con la tensión derivada de la crisis en Cúcuta, que a esas alturas estaba desbordada por la gran cantidad de personas hacinadas en carpas, y en medio de declaraciones de lado y lado, por gestión de los cancilleres de Uruguay y Ecuador nos pusimos de acuerdo en reunirnos con varios de los ministros venezolanos que tenían que ver con la situación de las deportaciones y el orden público. 

El encuentro se produjo el 26 de agosto de 2015 en Cartagena. De nuestro lado estábamos los ministros del Interior, Juan Fernando Cristo; de Defensa, Luis Carlos Villegas; de Comercio, Cecilia Álvarez, y yo. Además, la cúpula militar, el viceministro de Hacienda y los directores de la DIAN y de Migración Colombia. La canciller Delcy Rodríguez llegó con varios ministros, con altos mandos de las Fuerzas Militares y con los gobernadores del Zulia, Apure y Táchira. 

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Se veía muy molesta porque en el trayecto del aeropuerto hacia el centro de la ciudad había una manifestación en contra del régimen venezolano y no dejaban pasar la caravana. La reunión fue extenuante. 

No podía entender la diatriba de la ministra venezolana sobre la presencia de los paramilitares y la actitud tan poco constructiva con la que llegó. Insistió en culpar a Colombia de todo lo que pasaba en su país y en ningún momento quiso abordar el caso de los expulsados. 

Decepcionada de Unasur y de su falta de solidaridad, habló con el presidente Santos para que llevaran el caso al Consejo de la OEA.

La argumentación de la ministra Rodríguez al referirse a los problemas era algo de no creer, pero la historia más absurda, que convirtió en su caballito de batalla, era que la depreciación del bolívar y la consiguiente hiperinflación en su país se debían a la página web DolarToday, que operaba desde Cúcuta y según ella fijaba a su acomodo el precio del dólar. 

El viceministro de Hacienda me miraba aterrado y a Santiago Rojas, director de la DIAN, le parecía inverosímil la historia de que la culpa era de Colombia porque desde una página en Cúcuta se manejaba la economía venezolana. Después de oír semejante desafuero era imposible llegar a cualquier entendimiento. En fin. Esos eran siempre sus argumentos, que nos alejaban más y más. 

A eso se sumaba la petición reiterada de derogar la Resolución 8 del Banco de la República, que regula y autoriza la venta de divisas en las casas de cambio. Lo que sí había y la DIAN tomó los correctivos, era un gran desorden en la venta de bolívares en el puente fronterizo. No eran casas de cambio organizadas, como decía la norma. 

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Al final del encuentro, que no sirvió para avanzar en nuestro propósito de proteger a los colombianos afectados, los delegados venezolanos se comprometieron a permitir que el defensor del Pueblo pasara a su territorio a examinar la posible reunificación de las familias, revisar el estado de las viviendas y buscar la mejor manera de recuperar los enseres abandonados. 

Hablé con el defensor, Jorge Armando Otálora, quien viajó inmediatamente a Cúcuta y se dirigió al puente Simón Bolívar acompañado por el embajador Ricardo Lozano. Pero pasaron las horas bajo un sol intenso, y nunca llegó ningún funcionario venezolano. Una vez más habían incumplido su palabra. Ese día le dije al embajador Lozano que veía difícil su retorno a Venezuela. 

Para mitigar en algo la tragedia, decidimos otorgarles la nacionalidad a quinientos venezolanos casados con colombianos o colombianas o niños con algún padre colombiano, que no hubiese sido registrado en un consulado de Colombia. 

Tengo que confesar que en los ocho años al frente de la diplomacia colombiana, uno de los asuntos más difíciles y frustrantes era reunirme con Delcy Rodríguez. Mantuve un canal de comunicación con el gobierno vecino porque eran muchos los problemas que se presentaban, y nunca pensé que Colombia cerrara por completo el diálogo con el país donde hay más colombianos en situaciones difíciles y se producen tantos incidentes fronterizos. 

Nunca supe si los colombianos se dieron cuenta del momento tan difícil que vivimos en aquel tiempo. Lo que sí es cierto es que la región no entendió que los 20.000 colombianos expulsados no eran una manifestación más del problema entre Colombia y Venezuela y que en realidad estábamos ante el fenómeno migratorio más dramático de la historia de esta región. Y como si fuera poco, en los siguientes años miles y miles de venezolanos también saldrían de su país. 

De Unasur a la OEA

Decepcionada de Unasur y de su falta de solidaridad, hablé con el presidente Santos para que lleváramos el caso al Consejo de la OEA para presentarlo como una clara violación de los derechos humanos de los deportados. Santos me dijo que estaba de acuerdo en ir a la OEA porque nunca creyó que Unasur intervendría. 

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Decidimos ventilar la crisis en escenarios multilaterales, pero tampoco era fácil hacerlo porque para realizar un debate en la OEA que escale el nivel ministerial hay que contar con 18 votos. Normalmente, para realizar debates hay consenso entre los países y no se necesita votación, pero este caso era distinto porque Venezuela nunca aceptaría que el asunto fuese ventilado a nivel continental. 

Además, era difícil tener los votos para convocar el Consejo Permanente de Ministros porque si algo ha hecho bien Venezuela durante años ha sido controlar las votaciones en los organismos internacionales, especialmente en la OEA. 

¿Cómo lo han hecho? Con la diplomacia petrolera promovida por Chávez en 2005 a través de Petrocaribe con una veintena de naciones del Caribe. Venezuela les vende petróleo a muy bajo costo a los socios de Petrocaribe y a algunos países de Centroamérica, y les cobra el favor cuando se requiere votar en cualquier organismo multilateral. 

Sabíamos que era difícil acceder a los mecanismos diplomáticos contemplados en la OEA, pero la situación humanitaria que vivíamos era tan grave que nos hacía pensar, no sé si con el deseo, que los países aceptarían realizar un debate sobre las violaciones a los derechos humanos y a los protocolos de deportación. 

No esperábamos una condena a Venezuela o ventilar la realidad de su situación interna, solo queríamos que el hemisferio tomara conciencia de lo que pasaba con miles de colombianos que habían sido deportados sin la mínima consideración. 

Para que una resolución sea aprobada en la OEA, se necesitan 23 votos. De hecho, han pasado cinco años y no ha sido posible alcanzar los apoyos necesarios para condenar a Venezuela. Desde 2016 se ha intentado varias veces aplicar la Carta Democrática, pero ha sido infructuoso. Y los nuevos presidentes creen que sus antecesores no han hecho lo suficiente y que ha faltado voluntad de las partes, pero pasan y pasan gobiernos en el continente y seguimos en lo mismo. Conversé con muchos cancilleres que apoyaron la iniciativa. 

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El presidente Santos me preguntó si estaba segura de que teníamos los votos y le respondí que había una gran probabilidad de obtenerlos, pero si no era así no pediríamos la votación y en cambio haríamos un debate con los embajadores ante la OEA. 

Es lamentable ver en lo que se fueron convirtiendo esos mecanismos regionales, donde los debates no se manejan con objetividad por la problemática que afecta a uno u otro país, sino que ello depende de quién los convoque. Reconozco que tenía una ilusión muy grande de dar la pelea y expresar la indignación y la rabia que sentíamos por el trato cruel que recibían los colombianos. Esperaba que el mensaje que saliera de ahí los forzara a frenar esa pesadilla. Es bien sabido que a Venezuela le importa poco lo que digan la OEA o la región, pero se sabe también que no le gustan los debates en su contra. 

El primero de septiembre de 2015 fue la sesión en la OEA. Me conecté desde la oficina y mientras veía en directo en el computador, estaba en permanente comunicación por chat con el embajador Andrés González y con los funcionarios de la misión. 

Desde la distancia reflexionaba en el inmenso esfuerzo que implicaba movilizar a los países, sólo para que dialogaran sobre una situación que a todas luces era violatoria de los derechos humanos. Cuando empezó la sesión, el embajador González señaló que la Guardia venezolana había tratado a la gente de la manera más indigna e inhumana, y con su sobrada experiencia presentaba la situación como si la hubiera vivido en carne propia en la frontera. 

Los países comenzaron a tomar la palabra y empezamos a contabilizar los votos, pero podíamos ver que algunos embajadores o delegados, especialmente de las islas del Caribe, abandonaban la sala para no votar. Ya sabía que eso iba a suceder y todo el tiempo le advertí al embajador que no contáramos con el Caribe. 

Para mitigar en algo la tragedia, le otorgaron la nacionalidad a quinientos venezolanos.

Según mis cuentas, teníamos 18 votos fijos, pero había unos que decían que estaban con nosotros, como anunció el embajador de Haití, y hubieran querido hacerlo porque habían vivido episodios similares con su vecino, República Dominicana, y seguramente quería hablar de eso en el debate, pero sabíamos que no aguantarían la presión de Venezuela. 

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Haití no sólo necesitaba con urgencia el petróleo, sino que además requería que el régimen de Chávez le condonara la deuda por largo tiempo. 

En una de mis visitas a Puerto Príncipe, el primer ministro me había dicho que Haití revendía una parte del petróleo que les sobraba del que recibían de Venezuela y con eso pagaban los gastos del Estado. Era claro: nunca votarían contra ellos. 

Además del caso haitiano había otros similares en los países del Caribe y de Centroamérica. En la idea de estar más segura de esos apoyos, llamé al canciller de México, José Antonio Meade, para que me ayudara a chequear. Como se hace en cualquier votación, me comentó que Maduro estaba buscando a su presidente, Enrique Peña Nieto. Pensé que estaría haciendo llamadas similares a más presidentes de la región para pedirles que cambiaran de parecer. Cuando los embajadores empezaban a anunciar su voto, me llamó la canciller de Panamá, Isabel de Saint Malo, y me sugirió que el presidente Santos se comunicara con el presidente Juan Carlos Varela para confirmar su voto, porque lo veía inclinado a abstenerse, pese a que su embajador en la OEA acababa de anunciar el voto a nuestro favor. 

Le pedí que mantuvieran el voto porque lo que estaba pasando en la frontera con Venezuela era inhumano y que no se dejaran presionar. Insistió en que era necesaria la llamada de Santos a Varela. Inmediatamente me comuniqué con Santos y le comenté lo que sucedía, pero ya era tarde. Si Panamá se echaba para atrás, ya no teníamos los 18 votos. 

Resultaba incomprensible que el embajador panameño hubiese anunciado su intención de votar a favor y se echara para atrás. Pero todo indicaba que a última hora, y por una razón desconocida, estaba cambiando de posición. Después de hablar con la canciller panameña, llamé al embajador González y luego de contarle lo que pasaba le pedí que estuviera pendiente por si había alguna modificación. 

Confiado, me dijo que el embajador de ese país no les había dicho nada distinto a lo que ya había anunciado públicamente, y no veía cómo podía cambiar su voto. 

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Mantuve comunicación por chat con el secretario Almagro durante toda la sesión y en un momento dado le pregunté cómo estaba viendo el número de votos. Él creía que sí había votos suficientes para que la resolución pasara. Entonces le sugerí al embajador González que solicitara un receso para que habláramos y para que los funcionarios de la misión revisaran los votos. 

Con la información disponible, concluimos que teníamos los 18 votos confirmados y acordamos pedir la votación, seguros de que podríamos ganar. Para mi sorpresa, el voto de El Salvador fue favorable, gestionado por nuestro embajador, Julio Riaño. Inmediatamente se produjo una dura controversia en ese país, que terminó por costarle el puesto al embajador en la OEA porque habían votado con nosotros en contra de Venezuela. Pero sentí un vacío terrible cuando le correspondió el turno a Panamá y el embajador anunció la abstención. Reconozco que me dio una rabia inmensa con ese país. No podía creer que un presidente como Varela, que criticaba muy fuertemente a Maduro, al punto de que llegó a pedir que se aplicara la Carta Democrática a Venezuela para retirarla de la OEA, se dejara convencer en un tema tan sensible como los derechos humanos. 

Los cálculos políticos tenían una enorme prevalencia y me parecía inconcebible que con una simple llamada un país cambiara de posición de esa manera. Según lo que me comentó Almagro ese día, Varela esgrimió el argumento poco creíble de que quería mediar entre Colombia y Venezuela. 

Nunca sabremos el contenido de la llamada, pero se especuló con algunas promesas que le hicieron a Panamá. Se voltearon y no logramos que el continente nos respaldara en semejante tragedia. Unasur y ahora la OEA, los mecanismos regionales disponibles, se dividían dramáticamente frente al caso venezolano. 

Lo que había sucedido beneficiaba indiscutiblemente al régimen. Ya no quedaba un mecanismo regional donde se pudiera discutir lo que pasaba en la frontera con Colombia. 

Muy temprano en la mañana al día siguiente de la derrota en la OEA, expliqué lo sucedido en cuatro o cinco entrevistas a emisoras de radio y reconocí que el gobierno colombiano no había obtenido el resultado esperado. 

En una de esas charlas, Laura Gil, que en ese momento trabajaba en la cadena Blu Radio, me preguntó: “Canciller, ¿sintió que nos dejaron solos?” Respondí con un sí rotundo, pero después pensé que no podía no agradecerles a los 17 países que nos acompañaron. Fueron dos horas de extensas charlas con los periodistas y cuando terminé se me salieron las lágrimas, algo que nunca había sucedido en los cargos que había ocupado. No soy una persona que llore con facilidad y por fortuna estaba sola en mi apartamento, pero es que de verdad sentía una impotencia muy grande y no podía quitar de mi mente los miles de personas que había visto atravesar el río con sus cosas y no se les podía hacer justicia porque a los organismos internacionales les importaba más la política que el drama humanitario.

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Mi mamá y yo vivíamos en el mismo edificio y durante los ocho años que permanecí en la Cancillería fue la persona más cercana, no sólo porque la veía con frecuencia sino porque estaba enterada de lo que sucedía y le gustaba preguntar cosas de mi trabajo. 

Ella sufría por todo lo que pasaba, porque nos criticaran, por la cantidad de aviones que tenía que tomar permanentemente, por la seguridad, en fin, un poco por todo. Durante ese tiempo le tocó duro, se angustiaba montones, mucho más siendo ella una persona muy humana. Bajé a verla antes de salir para la oficina y no quería contarle de la tristeza que me embargaba, pero me conocía demasiado y obviamente ya sabía que no habíamos logrado la votación porque lo había visto en los noticieros de la noche anterior. 

Me miró y dijo: —Has hecho lo que has podido. Luego me abrazó. Con ese abrazo y sus palabras de consuelo llegué a hablar con el presidente Santos. Él tiene un temperamento sosegado, es muy difícil que se ponga bravo y muy pocas veces lo vi molesto, pero ese día sí lo estaba. Me sentía mal porque nos habíamos embarcado en una operación arriesgada y tras el resultado de la votación era evidente que Venezuela se quedaba sin ningún tipo de cuestionamiento y nosotros sin cómo hacer presión para frenar las deportaciones. Estuvimos de acuerdo en que era difícil prever que Panamá, un país que había sido crítico del gobierno venezolano, lo defendiera en un momento así. (…)

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Lunes, 16 de Agosto de 2021
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