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La odisea de estudiar en un colegio donde el Estado no llega
Algunos atraviesan durante 40 minutos el asentamiento La Fortaleza para poder asistir a clases.
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Martes, 7 de Marzo de 2017

Un huevo frito, cinco cucharadas de arroz y una tajada de maduro, es lo único que llevan en el estómago los hermanos Ávila Guzmán cuando salen para la escuela. Solo tienen 10 minutos para terminar, lavarse los dientes y emprender el aventurado camino.

Aunque entran a las 12:30 p.m. Luis y Camilo, 8 y 6 años, respectivamente, parten con 40 minutos de anterioridad. El trayecto es largo y hostigante.

Viven en una de las últimas casas del asentamiento La Fortaleza, colindando con Urimaco, en la cima de la montaña, donde la carretera se les esconde y la electricidad solo es para unos cuantos, muy pocos, en verdad.

Hasta hace un par de días, los Ávila vivían en un rancho a punto de desbaratarse, pero se mudaron a una casa con paredes de ladrillos, más amplia y cómoda. La cuidan, a cambio de que les den posada.

Tener agua una vez a la semana es un gran alivio. Antes no tenían acceso al líquido.

Aunque en ocasiones el agua no les alcanza, así llenen tanques plásticos y vasijas, acuden a sus vecinos para poder bañarse y no faltar a clase.

Un largo camino

Pese a que la temperatura supera los 32 grados centígrados, siguen por el árido camino haciéndole el quite a las volquetas que llegan constantemente a llevar materiales para construir más casas en lo alto del cerro.

Suben lomas y bajan por caminos que no están demarcados. Lo hacen solos, mientras su mamá se queda haciendo los quehaceres del hogar y su padre trabaja en el campo para llevarles mensualmente unos 300 mil pesos para comprar comida.

Caminan tranquilos, sin poder resguardarse del sol, porque no hay árboles en este duro territorio y entre chistes y juegos van avanzando con los compañeros que se encuentran en el trayecto.

Esta vez corrieron con la suerte de que no lloviera, cuando el paso se les dificulta y se ven obligados a llegar tarde y con los zapatos llenos de barro.

Esta particularidad hizo que la Corporación Innovar, la misma que les brindó la oportunidad de educarse, les regalara unos zapatos plásticos, para que no se les dañen tan rápido como los de tela o de cuerina, con el barro que todo lo cubre.

Como los zapatos no alcanzaron para todos los niños, otros estudiantes, como Deisy, 8 años, caminan a la escuela en chancletas. Están tan delgadas y acabadas, que el calor del suelo traspasa fácilmente hasta a sus pies frágiles.

Al llegar a la parte plana del asentamiento tienen que compartir la carretera con los carros que van y vienen levantando grandes cantidades de polvo por la destapada vía. Es la zona civilizada de la desidia hecha barrio.

Para entrar a clase deben saltar unas zanjas que las lluvias abrieron junto a las aulas, consecuencia del desnivel sobre el que fue construida la rústica escuela.

Aunque solo dos salones y un par de baños hacen parte de la escuela, esta es su única alternativa para poder estudiar. Solo en 2015, cuando la Corporación Innovar decidió apadrinarlos, pudieron matricularse oficialmente.

Édgar Pinzón, rector de la escuela, explica que al igual que los hermanos Ávila, más de la mitad de los 120 estudiantes de primero y segundo grados que estudian allí llegan con solo el desayuno en el estómago y sin uniformes. Otros cuantos solo comen dos veces al día.

Además de darles los uniformes y gestionarles útiles escolares, la corporación también se las ideó para darles durante la clase una bolsa de leche y una galleta. Esto motiva a los niños a no faltar a clase.

Dentro de los salones, el calor se intensifica. Dos de las cuatro ventanas de las aulas están selladas temporalmente, mientras las voluntarias de una empresa de gas pintan las paredes y pupitres de la escuela.

Y es que la caridad y la solidaridad son las que mantienen en pie la estructura. Los vecinos la construyeron a pulso y con esfuerzo, con el ánimo de que la Alcaldía les asignara maestros oficiales.

Como no tuvieron una respuesta positiva de la secretaría de Educación, Innovar tomó la batuta, haciendo lo que le correspondía al municipio.

Hace un par de días otro grupo de voluntarios les llevó morrales y útiles escolares. Aunque con esta donación buscaban mejorar el ambiente escolar, algunos acudientes, como los de Sharon Oliveros, 7 años, prefirieron guardarlos para que los niños no los dañen.

En clase, el drama es similar. Niños que vienen desde muy lejos, que comen poco y que se desplazan solos porque sus padres trabajan todo el día.

Natasha Morales, 6 años, oriunda de Venezuela, comparte salón con los hermanos Ávila. Aunque no puede recibir la certificación escolar por no estar inscrita en el sistema educativo colombiano, voluntariosa asiste a clases, porque desea aprender.

La hora del recreo es la más esperada. Todos se divierten por igual y reciben su refrigerio antes de la última tanda escolar.

Apenas van a ser las 5 p.m., la profesora deja las últimas tareas, procura que las investigaciones sean sencillas para que los niños puedan hacerlas en casa y no tengan que recurrir a internet, pues en La Fortaleza no existe este servicio. La biblioteca de las Misioneras de la Nueva Vida es el único rincón bibliográfico del asentamiento.

Al partir, los hermanos Ávila y sus compañeros de clase deben acelerar el paso para poder llegar a sus casas con el último rayo de luz del día. Como no hay alumbrado público, si se retrasan, deben irse a oscuras.

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