Sentir la intimidad es una mezcla mágica de momentos, para saltar de la realidad a la imaginación y convertirse uno, a la vez, en amo y prisionero de sus sueños, en la rosa del viento de sus propias verdades.

Sólo es necesario moldear cosas sencillas, despojarse de las basuras, gustar cada minuto de un tiempo que no se sacia sino de quietud y de silencio, absorber la dimensión de un universo que se queda estático, como una sombra que nos quiere acompañar y, a veces,  no la dejamos, porque es sola también, y se consume de ilusión cuando pretende engendrarse en nuestro corazón. 

Entonces uno atisba el juego de los hilos del destino, que se mueven de aquí a allá, coinciden en un espacio tenue entre la luz y se escuchan en el eco de un reloj de antes, que anunciaba, a campanada limpia, cómo se debía vivir.

Sentir es una actitud de paz, asomarse a la universalidad y a la estabilidad emocional auténtica, en una transparencia de alma que reposa en la luz de un sol distinto que irradia esperanza. 

Es algo así como entresacar, de las auroras y los arreboles, la contradictoria sensación de no ser nada y, a la vez, ser supremo; todo, para captar la sabiduría de la naturaleza en la pajita que traen los pájaros para construir su nido, en la sentencia de velocidad de un colibrí al batir sus alas, o en el recorrido vertiginoso de las hormigas en busca de horizontes subterráneos para guardar su alimento: es una fantasía pura, como la transparencia del silencio y la alegría, o la pena, de la luna que canta esas dualidades.

(Por ejemplo, una meditación: el amanecer posee una sensación parecida, es como de cristal, así de frágil y transparente, se abre como una querencia perdida que trata de aparecer de nuevo en los guiños del sol naciente. Si uno piensa en eso, es como si quisiera tener el secreto del mundo entre las manos).