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Simeón Rodríguez Lázaro (II)
A algunos no les gustaban las groserías y vulgaridades del “director, gerente y propietario de La Nuevecita”, pero en el fondo todos gozaban.
Lunes, 2 de Mayo de 2016

Simeón se cansó de botar basuras en su carro y de pasear gente los domingos por el pueblo. Por su mal genio peleaba con todo el mundo y entonces cambió de profesión. Resolvió dedicarse al arreglo de radios, según decía la tablilla de madera que colgó a la entrada de su casa: “Se harreglan radios de los grandes y los Chiquitos”.

Aunque nadie sabía de los conocimientos de Simeón en electricidad y radio, tampoco nadie lo puso en duda, pues alguien capaz de armar un carro desarmado y echarlo a andar, era capaz de cualquier cosa.

Así la sala se fue llenando de radios viejos, pilas, cables, cordeles, parlantes, baterías y otros cachivaches. Unos arreglaba y otros desahuciaba. Pero la mente del hombre también se fue llenando de conocimientos sobre ondas electromagnéticas, circuitos, imanes, conducción del sonido, antenas y transmisores y receptores.

Se dedicó a la experimentación con los radios viejos que tenía, instaló sobre su casa una cuerda de alambre de secar ropa, consiguió un micrófono, soldó alambres y un día hubo emisora en Las Mercedes.

Primero fue un ruido estridente que se regó por todos los aparatos de radio encendidos, y luego se oyó una voz gangosa, que poco a poco se fue aclarando: Aló, aló, aquí La Nuevecita, la Voz de Las Mercedes.

Es Simeón, es Simeón, decía la gente y todos corrían a sus aparatos a escuchar aquel nuevo milagro de la comunicación radial.

Con el debido respeto a mis lectores y solicitándoles sus excusas, voy a referir textualmente algunas de las maneras como Simeón utilizaba su emisora.

El día que hizo su aparición en los radios del pueblo, y cuando la voz se hizo nítida, se escuchó: “Les habla Semeón Rodríguez Lázaro, el hombre que no le come ni mierda al pueblo”.

A algunos no les gustaban las groserías y vulgaridades del “director, gerente y propietario de La Nuevecita”, pero en el fondo todos gozaban y había que escucharlo, porque cuando prendía sus transmisores, en el dial de todos los radios sólo se escuchaba la nueva emisora, aunque cambiaran de estación.  

“Y ahora la hora exacta: Son más o menos las tres y media pasaditas”, decía, para comenzar un programa diario de música y dedicatorias, con un nombre original: Tardecitas sabatinas”.

“Se le avisa a la familia de Rudesindo Pérez que don Rude murió cristianamente de veinticinco puñaladas que le dieron sus enemigos. Pueden venirse con toda seguridad, que don Rude está bien muertecito”.

A veces interrumpía la lectura de sus noticias atrasadas para producir un ruido con sus labios: “ssssshhhhtt, ssshhht, ah, siempre se cagó esa hijuepuerca gallina aquí adentro”.

Pero también tenía sus pautas comerciales: “Funeraria Correa: Se hacen ataúles y ataulitos”. “Se vende un caballo color yema de huevo, con el espinazo como un serrucho”.

“La Nuevecita y todo su personal (él y Otilia, su mujer) presentan un atento y cariñoso  saludo a los dotores Luis Jesús Botello, Álvaro Ayala Pérez y Argelino Durán Quintero, que esta tarde nos visitan. Ojalá traigan algo porque garlan muy bonito, pero no se meten la mano al dril”.

Un día la emisora no se escuchó. Duró cuarenta y dos días en silencio. Cuando La Nuevecita volvió a tronar, se oyó a Simeón: “Les pido excusas a mis radioescuchas porque quién sabe qué hijueputa le echó ácido a los transmisores y no pudimos salir al aire”.

Por sus groserías y porque puso la emisora al servicio de uno de los grupos conservadores en que estaba dividido el partido en el pueblo, el Ministerio de Comunicaciones le cerró la emisora, y Simeón empezó a morirse de tristeza y de rabia contra quienes lo habían acusado ante el Ministerio.

Después le llegó la de malas. La guerrilla le mató un hijo, según dicen. Simeón se vino del pueblo a Sardinata, donde arreglaba radios, planchas y demás electrodomésticos. Pero ahí le mataron otro hijo. Y este año, hace apenas unas semanas, le mataron una hija, que transportaba soldados en una moto, de un puesto a otro.

La vida le dio duro a Simeón, el hombre que no le comió ni mierda al pueblo, pero que marcó un hito en el progreso de la región. Empezó a sufrir del corazón y un hijo, soldado profesional, se lo llevó para el Hospital Militar de Bogotá. Inútil. Simeón se fue a montar su emisora al cielo. Paz en su tumba.

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