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Editorial
Estado e iglesia
Habrá que apelar a la iniciativa y al desprendimiento de los católicos, a fin de que hagan un mayor esfuerzo económico y las financien.
Viernes, 6 de Mayo de 2016

No es, como lo pueden pensar con ligereza algunas personas, un capricho, la decisión de la Corte Constitucional de impedir que recursos del Estado vayan a la financiación de la Semana Santa de Pamplona o de Popayán o de cualquier otro sitio colombiano.

Se trata de la reafirmación de fundamentos constitucionales que separan al Estado de las iglesias, más concretamente de la Católica, tan involucrada durante décadas en asuntos que, realmente, le han sido y le son ajenos.

Que entre 70 y 80 por ciento de los colombianos sea católico (porque fueron bautizados), no significa que su religión y su iglesia deban tener privilegios sobre otras iglesias y otras religiones. Ni siquiera sobre los agnósticos o los ateos.

Todas las iglesias, como todas las religiones, en Colombia son iguales; no hay ninguna superior a las demás. En ese sentido, si el Estado otorga beneficios a una, falta contra el principio de neutralidad, que fue la base de la demanda que la Corte falló.

Por estas mismas razones, en el nuevo Gramalote no se podrá disponer ni de un terreno ni de otros recursos para construir un templo de iglesia alguna.

Y construir uno de tipo ecuménico, como los de algunos aeropuertos, a donde entra a orar cualquier persona de la religión que sea, tampoco sería legal, pues los afectados en sus derechos serían quienes no profesan creencia alguna en deidades (ni creen ni descreen) y los que no creen en deidad alguna.

Es, como se aprecia, un resultado de las ideas del Estado laico, del Estado que por definición no discrimina y se comporta de manera neutral, equitativa e igualitaria en el reconocimiento de los derechos de los asociados.

Desde luego, la idea de que la iglesia católica no pueda recibir apoyo lícito por parte del Estado puede parecer chocante, en especial porque todavía está viva cierta cultura basada en la injerencia religiosa en asuntos eminentemente laicos, con el reconocimiento oficial.

Pero hay que aceptar que los tiempos han traído cambios no solo en lo que se refiere a la supremacía del Estado sino en todo lo relacionado con las creencias religiosas de las personas, que hoy hacen que al menos un 20 por ciento de los colombianos no sean católicos y ni siquiera cristianos.

Y si, como lo reitera la Constitución, el Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona, entre los que está la libertad de creer o no en Dios y la de culto, pues la garantía es general, es decir, para todas las personas que estén en el territorio nacional.

En los casos de las celebraciones religiosas, como la Semana Santa, habrá que apelar a la iniciativa y al desprendimiento de los católicos, a fin de que hagan un mayor esfuerzo económico y las financien.

La decisión de la Corte es definitiva y general. Es un fallo general y que no tiene apelación. Significa que, como jurisprudencia que es, es obligatorio acatar lo que decidió, no solo en Pamplona y con la Semana Santa, sino en todo el país y respecto de todas las festividades religiosas susceptibles de recibir dinero oficial.

En términos realistas, la decisión permite seguir reafirmando la democracia y el respeto a los derechos individuales, y actualizar jurídica, social y políticamente a Colombia, en momentos en que se prepara para materializar quizás el mayor de todos sus cambios: el estado de guerra por uno de paz.

Al fin y al cabo, en el origen de la guerra están la desigualdad, la impunidad, la inequidad, el privilegio, el marginamiento y la exclusión, situaciones que todas juntas o por separado significan lo mismo: injusticia.

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