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De areperos y areperas
Pero la arepa ocañera, la que no tiene igual ni parecido, ha desaparecido. Por eso los areperos y areperas estamos tristes.
Lunes, 10 de Septiembre de 2018

Me llama un amigo para decirme que el sábado pasado se celebró el día internacional de la arepa. ¿De la arepa?, digo yo, sin darle crédito a lo que estoy oyendo. Sí señor,  tal como lo oye, de la arepa. Y no es una celebración cualquiera: es Día internacional.

Quedo con la boca abierta. ¡Imposible! Sé que existe el día del agua, de la tierra, de la lombriz solitaria, del guarapo y de muchas otras cosas, pero no tenía ni idea de que  la arepa tuviera también su día de celebración.

No sé si mi amigo me está mamando gallo, por lo que decido llamar a una amiga, profesora universitaria y especialista en gastronomía. Ella me saca de dudas, pienso.

Yo me considero arepero de tiempo completo. Desde muy niño (diez años) me internaron en el Seminario El Dulce Nombre, de Ocaña, y allí no faltaba la arepa sin sal, típica ocañera. Arepa, de maíz blanco, de pellejo, sin nada para agregarle, ni queso, ni matequilla,  y un pocillo de café negro. Ese era el desayuno. Y la comida era otra vez con arepa sin sal y café negro. Así era todos los días, a excepción de los domingos, que añadían una cucharada de queso molido.

Pero no sé qué tenían las arepas aquellas que se nos fueron metiendo en el gusto de las buenas comidas hasta el sol de hoy. Desde ese tiempo, me volví arepero. Como todos los ocañeros u ocañeras. La arepa ocañera, la propia ocañera, tiene un encanto especial y un sabor que no lo tiene ninguna otra arepa. Y su proceso es maravilloso: Cocinan el maíz blanco, lo muelen y preparan la masa. Hacen la arepa y la ponen en el tiesto. El fogón debe ser de brasas. Después de unos minutos, que sólo la cocinera sabe, la voltea. Y luego, con un soplo (los soplos de Dios) o con un cuchillo, le levantan el pellejo que se le ha formado y la deja dorar hasta que queda de una presencia y un sabor exquisitos. 

Como ven, la arepa no lleva sal, de modo que al consumirse con carne asada o queso rallado o bocachico frito, se vuelve una delicia que mis palabras son incapaces de describir.

Estoy soñando. Eso era antes. Hoy, no hay fogones de leña, la masa ya viene preparada y precocida, sin saber qué menjurjes le echarán, no saben levantarle el pellejo y el sabor es otro. Yo hago aquí un requiem por la típica arepa ocañera. Y sé que también los areperos y areperas que crecieron saboreando este delicioso manjar, lo hacen conmigo.

Algo peor. Hace poco fui a Ocaña, y en el hotel donde me hospedé me sirvieron al desayuno, pan en lugar de arepa, con la que yo soñaba, y con la que había entusiasmado a mi familia, que me acompañaba. ¡Pan en lugar de arepa! ¡En Ocaña! Con razón decía mi abuela que el fin del mundo estaba cerca.

Mi amiga, la experta en comidas, me confirma que efectivamente el segundo sábado de septiembre está dedicado a celebrar el Día mundial de la arepa, pero no me dio mayores datos. Sea lo que sea, se sabe que la arepa ya era preparada por los aborígenes y que desde entonces ha sido alimento esencial en Colombia y en Venezuela. Hoy hay ventas de arepas por todas las ciudades y todas las esquinas. Arepas de huevo, arepas de pollo, arepas de chorizo, arepas de maíz amarillo, arepas de chócolo, en fin.

Pero la arepa ocañera, la que no tiene igual ni parecido, ha desaparecido. Por eso los areperos y areperas estamos tristes. Tenemos nostalgia de aquella arepa. Y hasta una lágrima se nos escabulle por aquellas arepas sin sal y con pellejo, de nuestra infancia. 

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