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Músico, médico y escritor
Luego de la universidad, cada quien cogió su camino, es decir, cada uno se fue con su música a otra parte.
Jueves, 27 de Febrero de 2020

Estudiaba medicina en la Nacional de Bogotá, pero le sacaba el cuerpo a las clases de caligrafía. Sabido es que los que se preparan para médicos reciben una materia para aprender a escribir enredado, materia que, paradójicamente, llaman caligrafía. En realidad, no se trata de aprender a escribir sino de dañar la letra que traen del colegio, que, en ocasiones es legible. Por su parte, los regentes de farmacia y las enfermeras ven otra materia también llamada caligrafía para aprender a descifrar los garabatos de los doctores.

Pero eso es harina de otro costal. Lo que quiero decir es que este estudiante se volaba de ciertas clases para irse a practicar acordeón, que tocaba desde que cursaba bachillerato en La Salle, de Bogotá.

Era un buen músico. Y sigue siéndolo. Pero en aquellas calendas, hace un jurgo de años, formamos un trío. Dos guitarras, un acordeón y tres voces. Él, que soñaba con ser médico, era el de la batuta por su habilidad para las teclas y los bajos. Su hermano mayor punteaba la guitarra y su voz era la de los efectos especiales, pues había sido operado de las cuerdas bucales, y eso le daba una sonoridad característica, y yo, su primo, los acompañaba con la otra guitarra. 

Dábamos serenatas pero creo que ni siquiera cobrábamos. Por media de aguardiente para el frío, nos tranzábamos. Nos especializamos en boleros de los Panchos,  alguna balada, que ya empezaban a salir, y rancheras, las que quisieran; uno que otro vallenato de Escalona, pasillos y bambucos y música de iglesia por si nos invitaban a alguna misa, pero nunca nos invitaron.

Era la Bogotá de los años setenta, no tan populosa ni tan insegura, como la de ahora. Por eso, de cuando en cuando, el trío salía a dar serenatas. Alguna amiga cumplía años, o algún compañero quería sorprender a su novia con nuestras voces, o era el día del santo de alguna suegra y había que ganar puntos con la vieja. En fin, cualquier pretexto era bueno. Salíamos bien abrigados, porque ellos dos de Sardinata, y yo de Las Mercedes, pueblos ambos de clima calentano, no teníamos muchas defensas contra el frío capitalino, que en esa época apretaba más que ahora, según dicen.

Cuando nuestros estudios empezaron a verse afectados  por nuestra vocación etílico-musical, debimos rechazar al- gunos contratos y el trío de nortesantandereanos (nos identificábamos como cucuteños) comenzó a languidecer.

Luego de la universidad, cada quien cogió su camino, es  decir, cada uno se fue con su música a otra parte. El médico se hizo cirujano plástico y se volvió famoso, el ingeniero se dedicó a sus obras y yo cambié el Derecho por las letras. 

Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando vi el nombre  del médico en columnas de periódicos, en artículos de revistas especializadas y de las otras. Estoy seguro de que en sus gavetas, al lado de libros de medicina tiene poemas y cuentos y alguna novela y artículos de su intimidad que aún no ha publicado. El tipo tiene pinta de poeta, por aquello que dice el refrán: De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco.   

Precisamente por estos días el galeno está  de cumpleaños. No son tantos como mienten sus canas, pero los ha vivido bien vividos. Se llama Jorge Lisardo Yanes Infante,médico de los buenos, músico de los buenos y escritor y comentarista de los buenos. Y sardinatero de los buenos. Ah, me olvidaba: y fue futbolista, de los no tan buenos.   

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