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Timoteo 46
Es uno de esos personajes a quienes es placentero reconocer y emular sus méritos.
Domingo, 19 de Noviembre de 2017

A Timoteo Anderson le resultan fáciles las virtudes, le brotan por la piel: la sencillez, la sabiduría y una humildad, tan consistente, que lo desborda.

Por eso lo he admirado durante años -es la segunda vez que escribo sobre él- por su carisma, por el credo de su pensamiento y la orientación ingenua que surge del rodar simple de su bicicleta con parrilla, su viejo Nissan, o su voz pausada. 

Ha llenado los espacios y los tiempos de numerosas personas con una misión de comunidad integral, correspondiente a su propio reto de educar en los atajos divinos que hay para hallar el camino mejor. 

Estoy seguro de que lo alienta una estrella personal que le ha ido indicando, siempre, el sendero de paz y esa rebelión sana que se le siente cuando se compromete a algo y le pone tanta actitud luminosa. 

Y ha sido fiel a Rotary (más que yo, desertor), al pasar tantos años -46- dedicado a esa institución noble, con altruismo y una vivencia tan santa como su empeño de pastor, de obispo, enseñando a alabar en el servicio la belleza de la vida.

Timoteo es uno de esos personajes a quienes es placentero reconocer y emular sus méritos, su trabajo, su disciplina y un compromiso esplendoroso consigo mismo, desde el cual despliega las velas a los vientos de la esperanza.

Y Lynn a su lado, solidaria en sus aventuras de humanismo: la recuerdo en las lecciones a primerizas embarazadas, en jornadas amables en su casa, armoniosa y acogedora, afianzando la ilusión maravillosa de la ternura familiar. 

Ambos son testimonio de que la existencia puede ser una oración natural, con el amor suficiente como para que fluyan respeto y dignidad en dueto coherente, como de cristal, con el culto a la tradición y a las emociones puras, para decorar el alma con la autenticidad de la alegría sana.

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