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Diana de Gales y Teresa de Calcuta
La felicidad de Diana era la de todos sus súbditos. Si no alcanzamos la felicidad, el dinero ni la fama, está bien que los mitos que inventamos los logren.
Domingo, 9 de Octubre de 2022

En este extraño mundo de Subuso en que vivimos es lícito preguntarse por qué cuando el 31 de agosto, hace 25 años, enterramos a la Princesa Diana, muchos mortales dejamos correr una furtiva lágrima, pero nos quedamos impávidos cuando pocos días después, el 5 de septiembre, el satélite nos trajo la noticia de la muerte de Madre Teresa de Calcuta (Agnes Gonxha Bojahxiu, su nombre de soltera).

Mientras llegan las rectificaciones, aventuremos explicaciones. Dolió la muerte de Diana de Gales, churro del gajo de arriba,  porque estaba a punto de lograr la esquiva felicidad al lado de su “machucan boy’s” egipcio, Dodi Al Fayed, después de haber mandado pa’l carajo al Príncipe Carlos, ascendido -por fin- a Carlos III a la muerte de Isabel II.  

La felicidad de Diana era la de todos sus súbditos. Si no alcanzamos la felicidad, el dinero ni la fama, está bien que los mitos que inventamos los logren.

Canonizada por el papa Francisco, la Madre Teresa, suspiro de Dios, era la felicidad en unos cuantos  kilos. Su alegría surgía de cumplir ese difícil arte de darse al prójimo. Ella veía un pobre y se le arreglaba  el semestre.
 Diana también se daba. Así en la noche regresara a una cena íntima plagada de paparazis en el Ritz de París, de donde salió para su vuelo final. Madre Teresa permanecía cerca del menú cero estrellas de sus paupérrimos calcutenses. Ella alcanzó en vida la verdadera inmortalidad que consiste en ser amado por mucha gente anónima, según Freud.

La virtud de Diana radicó en que pudo haberse gastado su “yet-setismo” en ella solita. Pero no. Dejaba  que se le saliera la Madre Teresa que llevaba por dentro. 

 ¿Por qué tuvo más prensa la Rosa de Inglaterra, inmortalizada en las exequias por el piano y la voz por Elton Jones,  que Teresa de Calcuta?  Tal vez porque es más fácil ser princesa Diana que Madre Teresa.

Me explico, Federico. Los hombres soñamos casarnos con una princesa encantada. Y, sin dárnoslas, somos príncipes azules de algún corazón femenino. En este desorden de ideas, nos agradaría más ser protagonistas de una boda inverosímil en la Abadía de Westminster de nuestro barrio que tener que cargar ladrillo para los leprosos de Madre Teresa en Calcuta. Es más difícil la caridad que la vanidad.

Cuando se produjo la muerte de Madre Teresa, la prensa continuó  ocupándose de Lady Di. En los noticieros de televisión, Madre Teresa aparecía después del primer corte de comerciales, o en el pasa del periódico. Coquetería mata solidaridad.

De lejos, esta nota, jerárquicamente, debería llamarse Teresa y Diana. Pero no. Está bautizada al revés. Chanel No. 5 derrota Pachulí No. 1.  En Harrods, la célebre tienda para millonarios propiedad de la familia de Al Fayed, los maridos compran la ropa íntima para sus amantes. Para sus esposas, la compran en Mark & Spencer, algo así como el San Victorino bogotano, o El Hueco de Medellín. Alguna vez pasé por Harrods, no como cliente, faltaba más, sino como miembro de la familia Miranda.

 Diana era pobre con plata. Madre Teresa fue siempre una rica sin dinero. Ambas volvían plata lo que tocaban para la causa común de los divorciados de la fortuna. 

De los que madrugamos a “patiarnos” la boda y las exequias de Diana, ¿cuántos nos quedamos roncando el día del sepelio de la santa albanesa? Averígüelo, Vargas, patrono de los encuestadores. 

Diana viajaba en first class. Madre Teresa volaba arriando first class. Contaba el fallecido cardenal López Trujillo que al final de los vuelos internacionales la “mínima y dulce” Teresa recogía la comida que los pasajeros no consumían para llevársela a sus pobres.

Las dos, Diana y Madre Teresa, ya tienen altar perpetuo en el corazón de sus devotos que tenemos la opción  de convertirnos en las Dianas y las Teresas, así sea de nuestro propio barrio, de la cuadra.  O de nuestra propia casa. La caridad empieza por nosotros.

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