La Opinión
Suscríbete
Elecciones 2023 Elecciones 2023 mobile
Columnistas
El legado de una mujer sin apellidos
Todos los textos que aparecen sobre ella remarcan, eso sí, su amor por su tierra.
Lunes, 12 de Octubre de 2020

No conocí a mi abuela, la mamá de mi papá. Sé que nació el 22 de Septiembre en 1918. Mirando su cédula, también me enteré de que medía 1.57 y que Ana Elvira García-Herreros de Ramón, nombre que figura en el documento, nació en la ciudad de Cúcuta, que dicen quienes la conocieron, fue su gran amor.

Murió en 1968, en la misma ciudad, cuando mi papá tenía apenas 15 años. A pesar de no haberla conocido, hay una mitología alrededor de su figura. Los relatos la describen como una mujer lúdica; llena de voz y vitalidad. Ana Elvira que llegaba a un lugar y llenaba la habitación de su risa, que alzaba la voz, que incluso se vestía de hombre para ir a las comparsas de la ciudad. Ana Elvira a la que mi abuelo, Luis Felipe, habría querido con algo de resignación y con una secreta fascinación por lo que entonces se suponía su rebeldía. Y, finalmente, como también señalan sus hijos, la Ana Elvira que escribía.

De sus textos hay recuerdos que encharcan los ojos de quienes los mencionan. Ana Elvira, la mujer que no conocí y es mi abuela, que habitó con ímpetu una ciudad que casi no conozco, pero que es mi tierra, escribía cartas y textos infinitos a sus hijos, a sus amigas. Escribía y no paraba de escribir papeles que ya no se pueden leer y que son difíciles de rastrear. Nos hemos quedado entonces, más que con los escritos, con los recuerdos de sus textos y sus letras, que varían dependiendo de quien los narre; fieles a la tradición oral.

Parte de los datos imprecisos que se cuentan sobre ella, hablan de su participación política y pública y como columnista de dos periódicos locales. Uno de esos es el que ahora recibe mis letras. Cuando mi papá me contó de las palabras de mi abuela y fue condimentando el relato sobre sus textos, me emocioné íntimamente. Serán las películas y los libros y todas esas historias que tratan de llamar legado a lo que es capital cultural, capital social y capital económico, como si esas cosas fueran una especie de don metafísico y hereditario. Yo también soñé con que mi abuela muerta que nunca conocí y yo habláramos a través de las letras. Me imaginé sus columnas como furibundos textos feministas que llamaban a la liberación de abandonar la sumisión impuesta por sus maridos y a la furia incendiaria de la ciudad. Que ella habría escrito en su tiempo como escribo yo ahora y que yo sería entonces la nieta digna de una mujer rebelde e insurrecta y que sin conocernos, habríamos hecho parte de la misma narrativa, como un destino inevitable de las dos.

Pero las columnas que pude leer no son así. Ella escribe y publica, pero sus posiciones políticas distan tanto de las mías. Todos los textos que aparecen sobre ella remarcan, eso sí, su amor por su tierra. Su inquebrantable convicción de que Cúcuta era, no solo su lugar en el mundo, sino el mejor lugar de ese mundo. Su voluntad por cambiarla, defenderla, mejorarla y sacarla de su identidad de frontera. Pero los demás se deshacen en una sumisión institucional hacia la familia, la religión y unos valores morales cristianos que no reconozco yo. Reviso los textos que me mandaron con una desilusión secreta y culposa: ¿Qué clase de infame podría avergonzarse del legado de su abuela? ¿Por qué mi abuela “la rebelde”, a quien me referencian siempre, no escribió lo que yo habría querido que escribiera? ¿Por qué no me encontré con textos de las feministas niuyorkinas o capitalinas que hablaban de la revolución de no casarse, del aborto y del placer?.

Después vuelvo a leer la fecha. Las columnas son de 1965, de una mujer que nació, creció, vivió y amó toda su vida a una sola ciudad alejada de las capitales, una ciudad de tradición conservadora y tradicional. Me siento tonta y pretenciosa sin haber reconocido su contexto, como si las mujeres toda la vida hubiéramos ostentado la libertad y posibilidad que tengo yo y como si eso no hubiera costado distintas y sutiles subversiones. Entonces cambio la pregunta: ¿Cómo habría sido para una mujer en esa época y en esa ciudad llegar a publicar su opinión en el periódico? ¿Cómo habría sido para ella competir con la voz de su marido, de sus hermanos y de su papá? ¿Qué clase de conflictos le habría representado algo así? ¿Pensaría otras cosas para las que no había un lenguaje disponible entonces? ¿Habría podido decir algo distinto a lo que dijo? ¿La habrían dejado?

Cuando termino de leer, con esa desilusión secreta de descubrir que mi abuela no era una feminista incendiaria, me percato de que sus textos están firmados solo con su nombre. Ana Elvira, sin el García-Herreros, sin el De Ramón: Ana Elvira a secas. ¿Por qué habría firmado así?. Era hija de un ex alcalde, hermana de un cura importante, esposa de un abogado prestante de la ciudad. Su identidad pública estaba signada por los hombres a su alrededor. Entonces me imaginé a Ana Elvira, no a Ana Elvira Gacría-Herreros de Ramón, sino a Ana Elvira que escribía cosas que nunca leí. Me imaginé su frustración privada e incluso cómo habría estado harta de todos los hombres a su alrededor y nunca habría podido decirlo en voz alta. Me pregunté si alguna vez ella se habría imaginado escapando así, sin sus apellidos, sin su linaje, sin sus siete hijos, sin su marido, a vivir como Ana Elvira a secas, en algún otro lugar. Fantaseé con ella mirando al mundo con ojos afilados. “Valiosa sin hacerlo sentir”, como la describe una tal Margarita Cabrera en una nota póstuma sobre su vida. Pensé en la secreta bronca que debía darle, al ser tan brillante y destacada, estar obligada a ser madre, esposa, hermana e hija. Pude sentir la culpa que esos pensamientos le habrían traído.

Entonces comprendí la potencia de su gesto. Ana Elvira firma sin apellido porque esa pequeña seña es toda la subversión que puede, que le dejan. Es su forma de imaginar un destino que le había sido vetado como posibilidad. Habrá contemplado durante años una pequeña grieta donde depositar su rebeldía y eligió hacerlo al escribir en público sin ser hija de nadie, ni esposa de nadie, ni hermana de nadie; sino una mujer libre, sin dueño, ni patrón, ni marido. ¿Qué habría pensado quién leyera entonces de una mujer que no acusaba ser propiedad de alguien más?. Ana Elvira murió joven, después de una vida de secreta intensidad. Ana Elvira se deshizo de su apellido para que yo pudiera usar el mío y dedicarle estas palabras, en el mismo periódico donde ella escribió, en la ciudad que casi no conocí, pero que quiero como propia.

Así que tomó prestado su artefacto. Abuela, te saluda y te agradece tu nieta: María del Mar.

Temas del Día