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En mi tierra todo es gloria
Recuerdo de igual manera con inmensa gratitud, a quien fuera mi profesor de música.
Jueves, 29 de Junio de 2023

Por estos días recuerdo a mis maestros de música que, en la Normal, nos enseñaban canciones de las buenas para cantar en las celebraciones. Y los recuerdo porque una de las canciones que no pelaban en la enseñanza era el Sanjuanero, que se toca y se baila en muchas partes, con motivo de la fiesta de san Pedro y san Pablo, hoy 29 de junio.

Con ellos aprendimos Las Mañanitas, las que el rey David les cantaba a las muchachas bonitas y a las feas. Muchas canciones que después nos sirvieron para dar serenatas y hasta para conseguir novia, las aprendimos en los bancos del colegio. Cielito Lindo era otra que no faltaba en el repertorio escolar, sobre todo para dedicársela a aquellas muchachas lunarejas, por lo del lunar que tienes junto a la boca. La canción habla de lunares, no de pecas, que son otra cosa, pero que también tienen cierta carga de gracia y de  coquetería.

Nos enseñaron Cuando pa’ Chile me voy, una bonita cueca que gustaba mucho: Dos puntas tiene el camino, y en las dos alguien me aguarda.

Nuestros maestros de música se las ingeniaban para enseñarnos canciones para todas las oportunidades. Se le cantaba a la madre: Mantelito blanco de la humilde mesa, que bordó mi madre, en noches de invierno de nunca acabar. O aquel poema de Julo Flórez, al que alguien le puso música: Veis esa vieja escuálida y horrible.

Aprendíamos villancicos, coplas musicalizadas, canciones infantiles, himnos patrióticos y canciones de música colombiana, de las que llegan al corazón, tan distintas de la música de los muchachos de hoy, sin sentido alguno, o llenas de grosería y con acompañamiento de tatucos a todo volumen. Los tiempos cambian.

Uno de aquellos recordados maestros, buenos maestros, era uno al que apodaban Pénjamo y cuyo nombre muy pocos conocían. Hablo de los tiempos en que estudié en la Escuela Normal Rural de Convención, que lamentablemente se acabó para darle paso al colegio Guillermo Quintero Calderón. Tuve   que acudir a mi gran y generoso amigo y músico Alfredo Barriga Ibáñez, de rancia familia convencionista, para averiguar el nombre de nuestro querido Pénjamo. Su nombre de pila fue Horacio Castaño, un músico a carta cabal, medio tatareto para hablar pero no para cantar. Decían que con uno o dos aguardientes arreglaba su dicción.

El examen con Pénjamo consistía en salir al frente de todos y cantar “a capella” cualquier canción. Nadie se rajaba con Pénjamo, aunque cantara mal. Era de una nobleza extraordinaria, como extraordinaria su virtud para el canto y la música. Era el organista de iglesia de Convención.

Según los datos que me suministró Alfredo, Pénjamo fue tan buen músico que llegó a ser director de Sonolux, es decir, que dejó la docencia y los cantos gregorianos para meterse de lleno en el cuento de la música disquera. Parece que murió en Estados Unidos, en olor de bambucos y música norteña.

Recuerdo de igual manera con inmensa gratitud, a quien fuera mi profesor de música y canto en el Instituto Piloto de Pamplona, Rafael Darío Santafé Peñaranda. Con él aprendí canciones, solfeos y coreografías.

Como el mundo es un pañuelo, con Rafael Darío resulté compañero en la Academia de Historia, y hasta cantamos juntos en un coro que allí organizó.

Hoy, pues, va mi saludo para Pénjamo en el cielo y para Rafael Darío aquí en la tierra, cantando tal como ellos me enseñaron, el Sanjuanero. Lástima no poder brindarles unos aguardientes, como lo manda la canción: “hasta que pare la cuenta”. Y “sigamos cantando, sigamos bailando, que me vuelvo loco”.

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