“¡Revanchista!”, ¡Punitivista!”, “¡Paramilitar!” fueron algunos de los señalamientos que recibí posterior a la denuncia pública que hicimos con Comité de Género de Sociología de la Universidad Nacional sobre el docente de ese departamento que me abusó psicológica y sexualmente durante varios años. Así como fui acogida por muchas personas que me expresaron su solidaridad, también fui vilipendiada por otras quienes fueron rápidas en tacharme de vengativa señalando que mi verdadera intención era arruinar la vida de un “buen docente”.
A medida que crecía el juicio público he entendido porqué muchas personas me llamaron valiente: no es fácil exponer el sufrimiento, exponerse una misma, chocarse con los distintos ataques de personas que ponen en duda la veracidad de nuestro testimonio, de nuestra cordura mental y arriesgarse a represalias legales. Entiendo también que, así como habrá mujeres pensando en que es el momento de enunciar públicamente sus experiencias, hay muchas más pensando que es mejor quedarse calladas no vaya a ser que también las acusen (tan ligera e irresponsablemente) de prácticas de criminales de guerra solo por hacer visible el abuso que sufrieron y el nombre de quienes lo perpetraron.
A medida que ha pasado el tiempo me vuelvo a replantear ¿qué quería con ello? ¿Por qué quise hacerlo público? Inicialmente para mí era importante dar a conocer la violencia de género que sufrí a manos de alguien que ha cultivado un vasto reconocimiento académico por su docencia e investigaciones sobre género y feminismo; esta denuncia se sumaría a las otras muchas sobre abusos al interior de la Universidad Nacional a fin de sacudir la institución para abordar seriamente estos hechos desde su prevención, recepción, acompañamiento, investigación, sanción y reparación. Con los días, caí en cuenta que es importante para señalar que incluso en los espacios abiertamente feministas se siguen cometiendo estas violencias, ni siquiera en ellos tenemos la garantía de estar seguras. Lo digo por la participación recurrente del docente en estos escenarios y porque sentí hostilidad por parte de mi escuela de posgrado, la Escuela de Estudios de Género, cuando les puse en conocimiento la situación a inicios de año.
¿Cuál habría sido mi respuesta a este abuso si la Universidad Nacional tuviera un protocolo de atención a víctimas de violencia de género efectivo y eficaz? En vez del actual que se caracteriza por la impunidad institucional y la revictimización de las denunciantes. ¿Cuál habría sido mi respuesta de haber sido acogida por mi Escuela, el espacio donde me forme como investigadora feminista, en vez de haberme dirigido tan rápidamente a un protocolo que saben muy bien que es inoperante? ¿Cuál habría sido mi respuesta si el docente hubiera aceptado el escenario de reparación propuesto con el Comité de Género de Sociología? ¿Cuál habría sido mi respuesta de no haber vivido este dolor en silencio y soledad por tanto tiempo? Mejor aún, ¿y si el abuso no hubiera ocurrido?
Estos ¿qué habría pasado si…? Nos acompañan a las víctimas pues tenemos que vivir sus consecuencias en medio de un desinterés generalizado, en medio de la desacreditación de los hechos, de nuestro sufrimiento, de nuestra integridad y de la justificación del abuso, en medio de procedimientos institucionales que (si existen) buscan proteger a los agresores y terminan erosionando nuestra determinación de sanción y reparación. No es victimismo, es la realidad que enfrentamos. Siendo así, siendo ese el escenario, no esperen que nos quedemos calladas. Si nuestra voz es lo único que no nos han arrebatado, esperen escucharla hasta que por fin logremos conseguir justicia: universidades y comunidades libres de violencia y de su complicidad.
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