Cuando se desplaza por aquellas rendijas del alma donde se guardan pedacitos de eternidad, el tiempo sugiere un ritmo distinto a los sueños, al compás de las intuiciones que emanan de la espiritualidad.

Es así como se tupe la pureza ritual de entender la vida e interpretar sus pergaminos de sabiduría y, con sólo unir las hebras de las nostalgias buenas, se teje un eco de ilusiones pendientes.

Entonces la música inspira la emoción de hallar la magia de una melodía infinita; la poesía, con un fascinante rocío de palabras, genera una totalidad sentimental que se vuelve arte interior; y, la filosofía, como un profundo pozo de cristales de pájaros, deja traslucir la claridad de los misterios.

El tiempo interior adquiere un espesor que lo hace deliciosamente lento, aquilatado, fortalecido en serenidad, con una belleza íntima que se irradia por los rincones de la consciencia, revelando el rumor sabio del silencio.

Es la bondad de la naturaleza compensando nuestra fragilidad con una armonía nutrida de pausa, equilibrio, pauta, orden, en fin, de rutas que nos orienten a sembrar en el pensamiento principios fundamentales. 

En ese tríptico majestuoso, las aventuras de la inteligencia se alían con la imaginación en una instancia de carácter sublime, en una cumbre de saberes que indiquen con certeza el camino a nuestra plenitud.

Es una renovación de las alforjas del pasado -aliviadas de los lastres-, con el esplendor de abstraer la luminosidad de las estrellas.