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Jazz en azul
De ella se desprenden los hilos de sonido que ascienden desde una caricia hasta la voluptuosidad de la alegría.
Lunes, 5 de Octubre de 2020

La trompeta de Louis Armstrong absorbe el eco del jazz –de su jazz– o de cualquier rincón del Mississippi, como aquél en el que veía pasar los viejos barcos, de grandes ruedas, con ese don de los negros de sentir tanto su nostalgia, como para imaginarla bajando por el río, rielada con luz de luna. 

De ella se desprenden los hilos de sonido que ascienden desde una caricia hasta la voluptuosidad de la alegría y, luego, se recogen en una mística conversación con el murmullo majestuoso del silencio.

Alguna vez tuve la fortuna de sentarme -en la madrugada- en un banco solitario del muelle de New Orleans, de observar la lentitud de los buques en el amanecer y, luego, en el centro, escuchar el jazz callejero, sus trompetas con sordinas y los saxos vestidos de colores, en un espléndido escenario romántico.

La magia se asoma universal en Armstrong, con su estilo y su canto, con el recuerdo de su pobre infancia en New Orleans, con el tiempo colgado de los blues y la ilusión entera meditando en la sutileza de un jazz.

En él se amplían las dimensiones espirituales de una invitación a soñar, a amar, a cultivar la huella de la fantasía en el ritmo del alma, con la serenidad que siembran los instantes fugaces en los espejos invisibles en los cuales se asoma, seductoramente, el infinito.

La música y la voz ronca de Louis Armstrong nos envuelve en el melancólico y misterioso virtuosismo de su propia tristeza, o de su fiesta, para transferirnos al corazón palpitantes reflejos de ese tiempo interior que -sólo el arte- sublima en emociones.

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