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La arepa y el chicharrón ya no son colombianos
El mayor cambio es que hay más bocas para alimentar y los campesinos siguen igual de pobres y de marginados.
Lunes, 19 de Diciembre de 2022

Ya la arepa no es colombiana, se hace con maíz importado, decía Belisario Betancur en 1982 en su campaña presidencial; añadía que nuestro chicharrón era de cerdos igualmente importados; hoy cuarenta años después (¡!!) se oye la misma queja, ahora en boca del presidente Petro. Parecería que el tiempo se hubiera detenido, al menos para Colombia, pues lo que es la vida, no se detiene. El mayor cambio es que hay más bocas para alimentar y los campesinos siguen igual de pobres y de marginados, eso sí, sujetos a discursos tan altisonantes como inefectivos; discursos que mueven emociones y hasta votos, pero poco más.

En el momento que vivimos, preñado de incertidumbre y zozobra o al menos de pesimismo, como pocas veces en los tiempos de la modernidad, hay físico hambre, en medio de la indiferencia, que no creo sea inconciencia de quienes tienen responsabilidades; situación que nos recuerda los últimos años del imperio romano, antesala de su derrumbe. Es un hambre que clama porque reconozcamos finalmente que un país no puede confiar en que otros, por ricos y poderosos que sean, le suministren los alimentos que su gente necesita para la vida. No es gratuito que países serios como Francia, consideren la seguridad alimentaria como un componente importante de su seguridad nacional y a su mundo rural, como constitutivo de su identidad, igualmente nacional. Estados Unidos, más pragmático en su enfoque y lenguaje, tiene igualmente como una de sus principales prioridades políticas, la garantía de su abastecimiento alimentario, por encima de cualquier consideración, como se expresa en su política comercial y de protección a su producción rural, arrasadoramente proteccionista y apoyadora de una producción cuyos excedentes acomoda comercialmente a otros países, más débiles políticamente y menos poderosos como productores. Parece como si se equiparara la producción y la comercialización de los alimentos con la de zapatos o automóviles, desconociendo que su importancia, su valor estratégico y vital, trasciende lo meramente económico.

Este cuadro humanamente irracional, que algunos pretenden que se ajusta a una racionalidad que es puramente económica, se complementa con que los productores agropecuarios, grandes y pequeños pero principalmente estos últimos, se ven enfrentados a la competencia de un mercado agrícola mundial, controlado por grandes transnacionales de la comercialización y de la transformación de la producción primaria; un mercado donde se explota tanto al productor como al consumidor, sobre todo a los ciudadanos de países pobres y dependientes; mercados donde no impera la libre competencia que pregonan los textos oficiales, sino la ley del más fuerte.

Es un tema, un problema que está en el corazón del mundo actual que ha sido explicitado y agravado por la dinámica de la guerra que hoy ensombrece al panorama mundial, reforzada por el desorden económico, presupuestal y comercial que trajo la pandemia, muchas de cuyas secuelas aún están presentes. En estos últimos tres años quedó claro que la globalización tiene sus límites, pero ello no debe significar dar un viraje de ciento ochenta grados hacia un proteccionismo que encierre a las economías en una muralla de aranceles y prohibiciones, propia de un nacionalismo cerril como sí el mundo aún fuera feudal. Parodiando una conocida máxima socialdemócrata, podríamos decir que se requiere tanta apertura económica como sea posible, tanto proteccionismo como sea necesario para garantizar que los ciudadanos como consumidores tengan acceso a productos de calidad a precios óptimos y que la economía del país desarrolle un sector productivo eficiente, generador de pleno empleo y de las condiciones para la investigación y el progreso económico que garanticen un uso eficiente y sostenible del potencial económico de la economía nacional. Como dice la sabiduría popular, ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre. Urge una política comprensiva de la realidad del país en términos de posibilidades y de necesidades, con una perspectiva no simplemente coyuntural sino de largo plazo, de desarrollo de la nación.

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