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La respetabilidad de los jueces
No cualquiera puede ser juez o magistrado. La importancia y los trascendentales efectos del ejercicio mismo de la función y el poder que adquiere quien asume las atribuciones judiciales exigen, de suyo, un alto grado de preparación.
Domingo, 26 de Diciembre de 2021

De todas las funciones estatales, la de administrar justicia es, sin duda, la más honrosa, la más delicada, la más difícil, la más exigente y la que impacta de manera más directa en el conglomerado y en los individuos. Los jueces definen, y al definir, señalan, con carácter obligatorio, unas consecuencias que -en distintos campos- afectarán las reglas de convivencia, los comportamientos, los bienes, los derechos, las obligaciones, las relaciones, y hasta la libertad de las personas, sobre la base -claro está- de la jurisdicción y la competencia. 

Hablamos de la majestad de la justicia, precisamente porque a sus decisiones, aunque no se compartan se someten tanto el Estado -incluidos los gobernantes- como los particulares. 

No cualquiera puede ser juez o magistrado. La importancia y los trascendentales efectos del ejercicio mismo de la función y el poder que adquiere quien asume las atribuciones judiciales exigen, de suyo, un alto grado de preparación académica, conocimiento jurídico, formación específica y permanente estudio y actualización en el área respectiva, experiencia, capacidad de raciocinio -en Derecho y en lógica-, ponderación, conciencia de la altísima responsabilidad implícita en el cargo y, ante todo, ética, imparcialidad, dignidad e independencia. Si falta cualquiera de esos elementos, no estamos ante un buen juez o magistrado. 

El artículo 228 de la Constitución destaca que la administración de justicia es función pública y que las decisiones judiciales son independientes. En ello debemos insistir, vistos algunos acontecimientos recientes. La decisión de un juzgado o tribunal -menos aún si se trata de la que deba adoptar una de las más altas corporaciones- no puede depender de insinuaciones o propuestas del Gobierno, de un partido político, de un ex presidente de la República, o de un amigo o familiar. Tampoco de una campaña mediática, ni de titulares noticiosos, columnas o editoriales, ni de encuestas o mediciones de opinión.  

Y menos todavía puede depender una providencia judicial de compromisos políticos contraídos ante personas o grupos, o de “estímulos” económicos o burocráticos, por cuanto todo ello no es más que corrupción y delito, ofende y avergüenza.  

Por definición, quien administra justicia está por encima de todo eso que, a título de ejemplo, enunciamos. El punto de referencia de las resoluciones judiciales está y debe estar, siempre, exclusivamente en el Derecho, en la Constitución y en las leyes vigentes. 

Hay algo que la jurisprudencia constitucional ha denominado autonomía funcional del juez. Sin perjuicio de los recursos y las instancias, ni siquiera el superior del juez competente le puede indicar o sugerir cómo debe fallar.  

De un episodio judicial de estos días resultan, al menos, dos enseñanzas: 

-Todos estamos obligados a respetar a los jueces y magistrados, sus decisiones -aunque no las compartamos- y su plena autonomía e independencia. Nadie interesado, directa o indirectamente, en un asunto judicial tiene por qué estar llamando o buscando a un juez o magistrado para hablarle del caso. 

-Los jueces y magistrados deben hacerse respetar, y rechazar cualquier influjo, presión, llamada, sugerencia o propuesta que gire en torno a un asunto judicial puesto a su conocimiento. Lo excluyen tanto los principios constitucionales como las leyes y la jurisprudencia, y lo prohíben expresamente los reglamentos. 
 

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