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Postal de Chinácota
Chinácota es algo mucho más profundo y más serio: un estado del alma.
Viernes, 5 de Enero de 2018

En un mundo que no respeta la naturaleza, que promueve con entusiasmo la tala de árboles, que permite la contaminación ambiental para favorecer intereses de las multinacionales, Chinácota, a 45 minutos de Cúcuta, es un oasis: una postal de la naturaleza esculpida por el paso del tiempo. El aire limpio y fresco de la mañana parece lavado con agua y jabón. La vida aquí es tranquila, apacible y todo el mundo se conoce. Todos van a la tiendecita de Diana, a leer la prensa o a tomarse una cerveza. Mira uno al frente y allí, los cerros majestuosos, cortan un cielo azul plomizo, atravesado  por nubes cambiantes, a veces borrosas, a veces dibujadas con tiza por la mano del creador.

Chinácota tiene sus problemas, como todo municipio, pero alienta saber que la intervención de algunos gestores culturales no ha permitido que derrumben  la Casa de  la Cultura “Manuel Briceño Jáuregui”, que sigue allí, de pie, y en actividades permanentes.

Hace poco Chinácota fue noticia internacional por el operativo cinematográfico que terminó con la vida de  alias “Inglaterra”, el segundo del Clan del Golfo. El Ministerio de Defensa entregó 500 millones de pesos a los que dieron información sobre su paradero. Ese dinero debió haber sido para Chinácota, para impulsar su economía, para financiar libros de jóvenes escritores, para promover el turismo. Chinácota no es “Inglaterra”, ni mucho menos. Pero si el gobierno va a destinar sumas considerables por delatar delincuentes, que me entreguen a mí el dinero y yo los delato: están en el  Congreso de la República. Ese dinero lo donaría a Chinácota, para que Carlos Torres Muñoz pueda hacer sus investigaciones históricas, para que se reedite la obra de Honorio Mora Sánchez, para que se recupere la memoria de Biófilo Panclasta, para que la Casa de la Cultura traiga invitados internacionales, en fin, para que la fresa y el tomate salgan a mercados internacionales.

Vine a Chinácota por unos días y es como oír por primera vez el rumor de la naturaleza: en el parque central quedan algunas palmeras sembradas a principios de los años 50 del siglo XX. El olor de los pinos y el silencio verde los cerros marcan el ritmo de la vida cotidiana: las mujeres caminan como lo hace la montaña en la memoria. Y todo huele bien. Hay un árbol que da una flor naranja que se llama Tulipán Africano. Hay una mujer sentada en una banca del  parque que embellece al parque. Hay urapanes, palmas, eucaliptos, guayacanes, ceibas, cañaguates.

También vi murales pintados con pulso tembloroso, y un pájaro entrando a un almacén.

Me acordé de Jorge Muñoz, ese patriarca de Chinácota que todo el mundo quiere y recuerda por su aporte a la cultura y desarrollo de la región. Pasé por el frente de la casa del poeta Serafín Bautista, pero no lo pregunté: no quería interrumpir la escritura de algún hexámetro griego o un verso  o una canción popular.

Se dice que Chinácota es la tierra de la guitarra, el aguardiente y la serenata. También la de Rafael Pineda, que dirigió durante muchos años la Filarmónica de Cúcuta.

Chinácota no es un municipio, ni un lugar para el descanso, ni una cabaña para el fin de semana.  Chinácota es algo mucho más profundo y más serio: un estado del alma.

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