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Cúcuta
Este Paraíso perdido de Cúcuta, entre nubarrones de polvo
Un reto para sus habitantes, quienes sobreviven sin agua potable y en medio de una carretera intransitable e infame.
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Helena Sánchez
Sábado, 26 de Agosto de 2017

Las 32 familias de la vereda Paraíso Perdido viven en un mágico sector en el que los carros desaparecen envueltos en el vaho espeso de un polvo fino, blancuzco, que tiñe los techos, las llantas y los resecos pies de quienes habitan en un tramo de escasos 800 metros, a la orilla de la carretera Urimaco-San Cayetano.

Aunque pertenecen al corregimiento Carmen de Tonchalá, y están bajo la responsabilidad de la alcaldía de Cúcuta, parecería que el nombre de su terruño se perdió en el papeleo de las administraciones municipales que, por años, han dejado a la vereda en el olvido.

El reseco tierrero y la contaminación ambiental de la que se quejan, se suma al ruido de las tractomulas “que cuando pasan a la medianoche, o a las dos de la mañana, hacen temblar el ranchito, y todo mundo queda sentado”, cuenta José Cárdenas, habitante de la zona desde hace siete años.

Según algunas averiguaciones de la comunidad, se estima que por allí pasan hasta 100 tractomulas diarias, y ni hablar de las volquetas de las cuales ni siquiera se lleva cuenta.

Cuando se cerró el puente Mariano Ospina Pérez, en mayo de este año, llegó el recebo y mejoró ostensiblemente la transitabilidad de la vía, pero tal vez el tierrero no permitió tenerlos en cuenta y saber de su existencia.

Vivir allí es complicado, según dicen, aunque la comunidad se afirma resistente y apenas si habla de sus enfermedades respiratorias.

Sin embargo, el polvo ha desplazado a maternas con niños recién nacidos, el más reciente traído al mundo en mayo, que hoy crece en Los Patios donde corre menos riesgo, “mientras se le fortalecen los pulmoncitos”, comentan los vecinos.

Ocasionalmente, la madre del niño da una vuelta por la casa, pero los demás no tienen la misma facilidad.

“Uno en la pobreza vive, y en la pobreza tiene que estar”, afirma Cárdenas sin titubeo alguno. “Se tiene que resignar a vivir en estas condiciones”.

Sus palabras se pierden con el ronquido de cada volqueta que lo baña en seco, igual que a las matas de yuca y plátano que intentó sembrar, “pero nada que prenden…”

Y es que si de remojones se habla, la vereda no es el mejor ejemplo de balneario porque tampoco tiene agua potable.

Antonio Becerra, presidente de la junta comunal, vive hace 26 años en la zona, y cuenta que si bien ya se logró el contacto con la empresa Aguas Kpital, esta no cubre la zona rural, así que la comunidad está a merced del cumplimiento de las promesas de la Gobernación y la Alcaldía, “de que nos van a ayudar, y ya estamos a un pasito”.

Pero el pasito podría costar, porque la empresa les puede asesorar “con la pegada de tubos y la topografía, y más nada; nosotros tenemos que comprar la tubería que vale unos $160 millones y, ¿plata de dónde?”.

También hablaron con Invías, debido a que la carretera es nacional, y hasta con Ecopetrol, que en algún momento fue útil para la instalación de la luz, y ahí van, a la espera de que se les cumpla el milagro…

En este paraje sobreviven los oitíes, árboles propios de zonas desérticas, aunque los pobladores esperan algún proyecto productivo para hacer surgir algo más de la tierra. (Foto: Johan García)

Sin agua no hay paraíso

El objetivo de tener agua es aún más importante que la propia vía, porque eso sí los sacaría de la precariedad y les ahorraría dinero.

“Toda la vida se ha comprado por carrotanque”, dice Becerra. “Antes valía 2.000 pesos, pero ya está en 80 y hasta 100 mil”.

Si se “malgasta el agüita, o hay una familia más grande”, no alcanza para el mes, y entonces hay que pedir dos viajes dependiendo del tanque de almacenamiento, pero al final el ciclo se repite: polvo, mugre, pobreza y resignación.

Dicen que viven tranquilos allí, que no cambiarían su vereda fundada hace más de dos décadas, en lo que antes fue la escombrera municipal y hasta una mina para la extracción de arena que pervive en los pañetes de algunos barrios de Cúcuta.

“Para qué ir uno a meterse a la ciudad…”, duda Becerra. “Acá, bendito Dios, uno compra una gallina, unas cabritas, y eso en la ciudad no se puede hacer”.

Además, la violencia y los cuerpos que antes aparecían en la vía, o a la entrada de alguna vivienda, se alejaron y desde 2003 la condición cambió, cuando un pastor encarrilló la fe de los pobladores, tal vez con rumbo a un verdadero edén.

Aun así, sin agüita ni una vía digna, progresar es más difícil, más ajeno, y su paraíso se esfuma, sin cielo en esta tierra de 36 grados, con nubes hechas de polvo.

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