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La historia del deportista Henry Arroyo luego de pasar por una época oscura
El vallecaucano está en Cúcuta buscando formar deportistas en la olvidada lucha olímpica, poniendo su vida como ejemplo.
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Jeider Rúa Giraldo
Sábado, 14 de Octubre de 2017

Pradera (Valle) lo vio nacer hace 39 años. Jugando a ‘policías y ladrones’ entre calles al mejor estilo colonial y cañaduzales a las afueras de su provincia, Henry Jair Arroyo Vélez empezó su trasegar por una vida colmada de logros deportivos, excesos y componendas consigo mismo. 

Hoy, después de haber acariciado lo más alto deportivamente, alcanzar su plenitud existencial y superar varios trastazos de la vida, este luchador olímpico regresó a la vida experimentado en carne propia lo que es tocar fondo, y saborear lo que algunos conocen como el más allá. 

Hace casi 6 años recaló en Cúcuta. Ahora dedica su vida al deporte y a la familia, y tiene un objetivo claro: revivir la lucha olímpica en la ciudad y servir de ejemplo para un grupo de 30 pequeños pupilos que entrena. Todos sueñan con ser campeones algún día, todo esto en un reducido espacio dentro de su casa, en el barrio Cundinamarca. Esta es su historia.

Conociendo la lucha

Hijo de una familia campesina, padre cortero de caña y madre ama de casa, se crio junto a su único hermano en las calles de Pradera. Su sueño siempre fue ser policía, pero para llegar a eso faltaría un buen trayecto.

En el colegio, Arroyo solo alcanzó el noveno grado, justo antes de que fuera reclutado para  prestar el servicio militar en Palmira.

Con los 18 años cumplidos llegó al Batallón de Ingenieros Agustín Codazzi, lugar donde solo alcanzó a desempacar. Apenas llegar, Henry fue puesto a prueba deportivamente por “un sargento de apellido Fonseca” que dirigía el equipo de lucha olímpica Fuerzas Armadas de Cali. Este hombre vio algo en él y junto a cuatro compañeros fue trasladado a la capital vallecaucana, allí empezaría su carrera como luchador.

Con solo 15 días de entrenamiento en Fuerzas Armadas, arroyo consiguió su primer cupo a una competencia nacional de mayores que tuvo lugar en Cali.

“Gran sorpresa, quedé tercero, ganándole a personas que llevaban años en la lucha. Yo con 18 años y 15 días entrenando, imagínese”, contó.

Medalla de oro conseguida por Henry en la XV Copa Pat Shaw, en el 2002.

El primer golpe

Terminado su servicio militar, Arroyo se dedicó solo al deporte y pudo hacer parte de la Liga del Valle de Lucha. 

Su familia no estuvo de acuerdo con tal decisión, ni su pareja, que le dio la espalda en ese momento. “Eso fue un golpe duro, pero yo tenía en mi mente el deporte, lo vi como un trampolín”, continuó.

Tiempo dorado

La dedicación dio sus frutos. En 1999 fue convocado a la Selección Colombia para participar en un campeonato suramericano en la Paz (Bolivia). Era su primera participación internacional “mejor dicho, el hombre más feliz el mundo”.

En ese momento alcanzó el título de subcampeón suramericano, fue un buen logro, pues la altura no era lo suyo. Tuvo que acabar con los rivales en el primer minuto, antes de ser destrozado por la falta de oxígeno.

Luego, en el 2002, el deportista fue transferido a la Liga de Bogotá donde brilló menos. Ese mismo año tuvo participación –nuevamente representando al país–, en la XV Copa Pat Shaw, en Guatemala, donde alcanzó dos medallas, una de oro en la modalidad libre y una de plata en grecorromana, contra las delegaciones más fuertes: Cuba y Estados Unidos. “Ese fue mi mejor momento”, recordó el luchador.

El descenso

Para el 2003, siendo uno de los consentidos de la Liga de Bogotá, Henry se encontró en una encrucijada. En ese momento tuvo la oportunidad de ser policía, su sueño desde niño.

El deporte, que era su vida, ahora estaba en un segundo plano. En seis meses terminó un curso de patrullero, y en una serie de traslados por varias partes del país, Arroyo se dejó llevar por el alcohol y las mujeres. “Para mí, haber conocido la calle fue mortal”, dijo.

En la Policía se le permitió entrenar medio tiempo, pero ya no era lo mismo. “Iba porque tenía que cumplir, ya no era porque quería, entonces ahí empezó mi vida de desorden”. 

Tres años después, viviendo otra vez en Cali, de civil, luciendo su cadena de oro,  piloteando su DT último modelo y creyéndose Rambo, sufrió un segundo golpe.

Por resistirse al robo de su motocicleta recibió un disparo en el cuello que le afectó el esófago, la columna vertebral y la vena carótida. Del atraco solo se enteró cinco días después cuando despertó en una unidad de cuidados intensivos.

“La verdad estoy vivo gracias a Dios. Al ver que era uno solo (ladrón), forcejeé con él y vi que tenía un (revolver) 38. Empezó a disparar, dos (tiros) pegaron en el piso y dos en una pared, yo los iba contando.

Su más reciente logro. Medalla de oro alcanzada en artes marciales mixtas, en el 2016.

Tan mala suerte que el último me lo pegó en una parte mortal, caí boca abajo. Hasta ahí me acuerdo, me desperté a los cinco días entubado. Y no quedé mal porque Dios es grande”, relató.

Al día de hoy, sin ninguna afectación física, Henry aún tiene la ojiva alojada en su columna vertebral. Su madre tuvo que elegir en ese momento si era extraída o no. Extraerla era más peligroso.

Camino al más allá

Durante esos cinco días, en los que no despertó, “fue algo que me dejó muy marcado. Es para las personas que se preguntan si hay cielo o infierno”, inició. 

“En esos días yo sentí que iba cayendo a un abismo oscuro, una oscuridad total, y dentro de mi inconsciencia sabía que estaba cayendo era al infierno. Fueron cinco días de guerra. 

En esa lucha, llegó un momento donde una parte de mí se desprendió y se paró al frente de la cama donde estaba. Me cuestionaba: de qué le sirve haber sido lo que siempre quiso ser, de qué le sirvió ser policía, estar armado, tener cadenas de oro y tener plata, todo lo que quiso, pero mírese usted con el mismo comportamiento hasta donde ha llegado, mire donde está ahora. Me preguntaba: ¿será que usted se va a poder parar de ahí?”, remembró Arroyo. “Enfrente de la cama tenía un reloj, y el segundero, que es el que se mueve más rápido, para mí era una eternidad que se moviera. Es decir, era horrible”, añadió.

“Ese momento fue más de reflexión. Hasta que volví a mi guerra, volví a la oscuridad pidiéndole a Dios que no me dejara morir, esa era mi guerra. Fue una sensación donde querés tocar fondo y no podés, es algo desesperante”, dijo.

Salvación

La lucha de Henry cesó a los cinco días, luego de lo que para él fue una terapia de choque.

“Mientras caía (en la oscuridad) vi un alambre, una cuerda grandotota, y en esa cuerda había pañuelos blancos. Para mí representaban el alma de personas. Yo sabía que eran almas porque era un blanco resplandeciente. Estaban colgados de esa cuerda. Cuando pasé frente a ella traté de agarrarme a ver si me sostenía, ¡era como mi salvación! y sentí que me deslicé, no fui capaz. Ahí sentí que me agarró una mano y me colgó. Ahí fue cuando abrí los ojos. Vi a mi mamá y a mi papá. Yo me levanté llorando”, volvió a la vida.

Golpe fulminante

La calma le duró un mes, luego se volvió “peor. Más trago y más mujeres. Lo que había pasado se me olvidó”, confesó.

Medio año más tarde, Henry empezó a “cambiar” de la mano de la religión. Se sentía un hombre pleno lejos de los excesos. Justo ahí recibió el tercer golpe, el más duro quizás. Trabajando en la Isla Juanchaco (Valle), en el 2007, le llegó una carta que le cambió la vida, la del retiro de La Policía. “Esta es la fecha, que es un duelo que no he podido superar. Más porque fue un momento donde yo estaba valorando lo que hacía y me sentía orgulloso. Eso para mí fue mortal”, reconoció.

Convertirse en ejemplo

Después de la caída, y durante varios años de sortear situaciones, el luchador, con una nueva visión de la vida, terminó en Cúcuta, donde labora actualmente. Acá conoció a su pareja, María Patricia Daza, una trabajadora social que lo acompaña en un proyecto que se basa en el cambio social y la lucha olímpica. También está entre sus planes recuperar la Liga de Lucha Olímpica de Norte de Santander  que está inactiva desde el 2012.

Ambos fundaron el Club Deportivo La Promesa, que tiene sede en el barrio Cundinamarca y alberga 30 niños que entrenan, en el salón comunal del barrio. Su objetivo principal es “arrebatar a los niños de las manos de la delincuencia y los vicios. También enseñarles que los excesos no dejan nada, que la base es la disciplina”, explicó Arroyo. “Ahora más que los millones, queremos es formar a los muchachos, a orientarlos en un proyecto de vida, un proyecto real. Y formarlos en el deporte”, concluyó.

 

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