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Editorial
Historia de un cura
Anverso y reverso.
Martes, 15 de Marzo de 2022

El muchachito tenía dos opciones para su vida: Ser carpintero como su papá, o ser futbolista, como los que veía de tarde en tarde. Las dos cosas le gustaban.

Al papá le ayudaba a serruchar tablas, clavar puntillas en los taburetes que arreglaba y a pintar de negro y blanco los ataúdes que fabricaba. Vivían en la casa grande de la esquina, al frente del mango de la plaza, en Las Mercedes.  

Los domingos, el niño se sentaba en el sardinel de su casa, a ver los partidos de fútbol que jugaban en la cancha (la cancha era la plaza) muchachos y  viejos, sardinos y rodillones, del campo y del casco urbano.  El muchacho se emocionaba con los goles y las gambetas, pero en especial, con las atajadas de los arqueros.

Un día faltó el portero de uno de los equipos y alguien lo llamó para que atajara balones en el arco.  Tapó y no lo hizo mal. Al siguiente partido, lo hizo mejor. Y se afiebró a la portería y se hizo un arquero de fútbol, cuando apenas era un estudiante del colegio del pueblo.

Poco después, la familia se instaló en Cúcuta, en busca de mejores oportunidades para educar a sus nueve hijos. Urbano Correa, el papá, y Ana Benilda Molina, la mamá, querían que sus hijos “fueran algo en la vida”. El carpintero vendió  el cepillo, el banco y la garlopa, empacó sus haberes, incluidos mujer e hijos, y a la ciudad fueron a dar.

Julio, que así se llamaba el muchacho, ya crecido, creía  que lo suyo sería el fútbol. Pero una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando. Dios, el que enjalma destinos, tenía otros designios para el joven.  Las visitas de doña Ana Benilda al Santísimo y las novenas diarias que rezaba, fueron abriendo otros caminos. Un día resultó el joven con el cuento de que quería ser catequista de la iglesia católica. Y se hizo catequista. Y sobresalió en la catequesis. Y Dios, a través de algún sacerdote amigo, le habló del seminario. Ya graduado como bachiller del colegio departamental de Atalaya, ingresó al Seminario Mayor de San José de Cúcuta, donde, sin faltarle los tropiezos económicos, alcanzó su mayor sueño, para alegría  de sus papás,  de su familia toda y  de sus paisanos. El muchacho, sano, estudioso y convencido de su vocación, se mantuvo firme en sus convicciones y logró coronar.

Un día como hoy, 15 de marzo de 1997, Julio Correa Molina, recibió la ordenación sacerdotal de manos de monseñor Rubén Salazar Gómez, obispo de Cúcuta. Las Mercedes tenía, así, uno de sus primeros curas, un muchacho humilde, hijo de una familia de origen campesino, trabajadora, batalladora, con la frente en alto y la fe puesta en Dios.

Recuerdo el día de la ordenación en la catedral de San José en Cúcuta. Urbano, con la modestia de siempre. Ana Benilda, con los ojos llorosos de la emoción. Las hermanas, estrenando ropas y alegría. Los hermanos, felices. Los mercedeños, orgullosos. La iglesia, hasta los teques. Las campanas a vuelo. Y el padre Julio Correa Molina, con la satisfacción del deber cumplido y la certeza de su apostolado.

El padre Julio es doblemente arquero. Porque siguió siendo futbolista. Es el arquero del equipo de los curas de la diócesis, que todavía corren, aunque algunos pasaditos de kilos. Y el equipo gana partidos y campeonatos y copas.

Pero es también arquero espiritual porque con sus atajadas de sacerdote, impide que muchos pecadores caigan en las redes de don Sata. Felicitaciones, padre Julio.

gusgomar@hotmail.com

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