No le es dado al humano comprender la manera como actúa la Organización de Estados Americanos (OEA). Cada uno de sus actos parece obedecer a un designio metafísico o extraterrestre.
Con toda razón, en todo el Continente se habla de que es mejor que se acabe ese exclusivo y excluyente club de burócratas privilegiados. Para lo que en realidad hace en favor de los países miembros, no es necesario gastar millonadas en viajes, banquetes, hoteles de lujo y reuniones que a nada conducen.
Y cuando, tal vez por accidente, adoptan sus miembros una medida que tiene algún sentido, genera dudas e interrogantes, pues entra en contradicción flagrante con la realidad. Ocurrió nada más ayer en Washington. El Consejo Permanente de la OEA, reunido de manera extraordinaria, aprobó una ‘Declaración de solidaridad y respaldo hemisférico ante los actos de violencia en la zona fronteriza entre Colombia y Ecuador’.
Sin duda, es lo que se debe hacer: expresar sentidas condolencias a las familias de los dos periodistas y del chofer asesinados por Guacho y su pandilla, y declarar su solidaridad con el pueblo de Ecuador y el Gobierno del presidente Lenín Moreno.
La OEA, además, se declara partidaria de que se materialice la cooperación hemisférica y global que se requiere para enfrentar dicha amenaza. Lo cual, también es correcto y oportuno.
Como esa, es la declaración que en la frontera colombo-venezolana llevamos décadas esperando inútilmente los habitantes. Decenas y decenas de comerciantes, ganaderos, transeúntes campesinos, policías, funcionarios transportadores, turistas… en fin, han sido asesinados por organizaciones criminales de todo tipo que, como en el sur, se mueven sin problemas a ambos lados de la línea fronteriza. Incluso para ciertas organizaciones hay apoyo logístico y tolerancia. Connivencia, para ser más claros.
Pero nada así se produce. Ni siquiera sesiona la OEA ante hechos cada uno más grave que el anterior, como si hubiera diferencia entre una y otra violencia, entre unos y otros secuestrados, entre unos y otros asesinados, entre unos y otros atropellados, entre una y otra comunidad vejada y abusada.
El narcotráfico de allá es el mismo de acá; el contrabando es el mismo.
Pero, acá, hay agravantes que hace rato debieron hacer mover de sus sillones a esa burocracia internacional anquilosada: nos referimos a la crisis humanitaria, esta sí de verdad, que agobia a esta parte del mundo. Sin miles y miles de venezolanos que lo dejan todo —muy poco les queda—, para buscar comida, paz, dinero. En ese orden.
Pero no hay OEA que oiga, a menos que se trate de la guerra personal que tiene el secretario general, Luis Almagro, con el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, y que no lo deja ver más allá de su nariz.
Hambre, enfermedad, mendicidad, violencia, delincuencia, desesperanza... todo eso y más, traído por los venezolanos, ha llegado solo para incrementar nuestros propios males. La causa es conocida, como conocida es la paciencia de la gente nuestra para recibirlos y mantenerlos acá.
Sin embargo, qué oportuna sería una invitación como la de Washington, para que todo el continente contribuya a una solución. Pero, por ahora, todo esto es sueño.