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Editorial
La otra Venezuela
Para bien del continente, antes de que se incendie Centroamérica, Ortega debe dejar su cargo.
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La opinión
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Lunes, 16 de Julio de 2018

Hace exactamente tres meses, Nicaragua comenzó la dura tarea de zafarse del gobierno de Daniel Ortega, un ambicioso político que de la izquierda radical y guerrerista derivó hacia el fascismo rampante, de la mano de su esposa, Rosario Murillo, la vicepresidenta, mucho más ambiciosa y terrible que él.

Hoy, es todo el pueblo contra Ortega, su mujer y el Ejército, un triángulo en el que se concentra todo lo alguna vez fue el Frente Sandinista de Liberación Nacional (Fsln) y que hoy ni siquiera es un remedo. Es una farsa inimaginable.

Cuando un gobierno como el de Ortega —en calco perfecto de lo que pasa en Venezuela— basa su poder en los militares, a los que consiente, pero entrega todo el poder operativo a bandas paramilitares que, en un solo episodio el pasado fin de semana, asesinaron a 21 personas a nombre del Gobierno.

Lo que antes fue una exigencia de reversar reformas al sistema de Seguridad Social en uno de los países más pobres del continente, se convirtió, por razón de la represión oficial, traducida en 274 muertos desde el 218 de abril, en exigencia perentoria de que Ortega y su mujer se vayan.

Ahora, a riesgo de lo que sea, los ciudadanos reclaman democracia, justicia y respeto a los derechos humanos, que dejaron de existir en 2007, cuando Ortega regresó al poder en fórmula con Murillo, apoyado, ¡quién lo creyera!, en el sector patronal, en alianza que acalló a los críticos y le permitió desarrollar su populismo.

Pocas veces se ve un conglomerado popular luchando contra un gobierno de tiranía, como en Nicaragua. Los obispos católicos están liderando protestas a las que asisten colectivos feministas y homosexuales, organizaciones campesinas y de víctimas de la represión, estudiantes, maestros, profesionales, entre otros grupos, sin que exista entre ellos el rechazo que existe en otros países.

Por razón de Ortega —atrabiliario desde los tiempos de la guerra sandinista contra Anastasio Somoza en 1990—, Nicaragua está sumida en su peor crisis desde entonces: la corrupción de los gobernantes, la crueldad y la opresión son la marca característica del régimen, sostenido por el bolivarianismo de  Venezuela.

Respecto de esta situación, llama la atención el silencio del continente ante la matanza. Es como si Nicaragua no existiera, como si todos los males de la región ocurrieran en Venezuela, por ejemplo.

Ni siquiera la OEA, ha dicho una palabra. Es como si Ortega fuera intocable o como si los nicaragüenses no importaran para nada. Para el secretario general, Luis Almagro, lo único que es un motivo para actuar es Nicolás Maduro. Casi 300 nicaragüenses muertos a balazos por reclamar sus derechos no conmueven ni al gobierno colombiano, pese a que Nicaragua es también un país limítrofe.

Para bien del continente, antes de que se incendie Centroamérica, Ortega debe dejar su cargo y permitir que la democracia por la que él luchó se entronice en su país. Oponerse a ello es, simplemente, proclamar que los miles de muertos que dejó la guerra contra Somoza no valieron la pena.

Lástima, pero Ortega ya olvidó las palabras de Sandino, que le caen como anillo al dedo: Ya en el teatro de los acontecimientos me encontré con que los dirigentes políticos, conservadores y liberales son una bola de canallas, cobardes y traidores, incapaces de poder dirigir a un pueblo patriota y valeroso.

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