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Editorial
Uniformes deliberantes
Esa cultura de considerar que los militares no se subordinan a los civiles, aún se mantiene viva en algunos círculos.
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Sábado, 2 de Diciembre de 2017

La fortaleza de las democracias modernas se mide fácilmente, por el peso de los militares en la realidad nacional: si los relevos y nombramientos normales se dan sin que la opinión pública se agite, hay fortaleza. Si ocurre lo contrario, falta mucho para que el sistema político se actualice.

Y eso ocurre en Colombia, donde todavía —en especial dentro de las propias filas— hay quienes, muy equivocadamente, están convencidos de que los uniformes y las armas deben estar por encima de la sociedad civil, de la política y, a veces, del mismo Estado.

Parte de esa manera de pensar tiene explicación en la guerra, que les dio a los militares del Estado y a los de las guerrillas un protagonismo, inusual en otras latitudes, pero acatado por amplios sectores de uno y otro lado del paisaje político.

Esta es la razón por la cual una gran parte del país creyó que había llegado el Día final, cuando el presidente César Gaviria Trujillo hizo de Rafael Pardo Rueda el primer ministro de Defensa civil.

Sin duda, el nombramiento debió ser consultado con los mandos militares y de Policía, que aún guardaban fresco el recuerdo de lo que los generales de esa época le hicieron a Belisario Betancur durante aquél episodio de la toma del Palacio de Justicia y la sustitución de lo legal y civilista por lo militar y guerrerista.

Con Pardo comenzó afianzarse el criterio de que el lugar de los militares era, entonces, la guerra, y sin ella, el cuartel, nunca el foro ni la tribuna partidistas…

Desde luego, esa cultura de considerar que los militares no se subordinan a los civiles, aún se mantiene viva en algunos círculos. Los castrenses, básicamente.

Por eso, la renuncia masiva de generales conocida anunciada hace dos días, a raíz del nombramiento de su colega Alberto José Mejía Ferrero como comandante de las Fuerzas Militares, en reemplazo de Juan Pablo Rodríguez.

Aunque de ordinario no lo admiten, cuando los generales renuncian, detrás hay una de tres razones: o el presidente los saltó en el orden jerárquico y le otorgó el mando a un subalterno —en esta situación solo hay dos, de diez—, o el que llega prefiere a quienes en teoría tienen menos derecho, o hay disgusto.

Esto último pudo pesar mucho en la decisión de los ocho generales que le dijeron no a seguir en filas, y más cuando se trata de un hombre como Mejía, que además de ser brillante y más joven, el gobierno sabe que se trata del oficial más capacitado para dirigir las Fuerzas Militares del posconflicto.

Mejía, de hecho, es el general detrás de Damasco, la nueva doctrina del Ejército, doctrina que pretende poner a los soldados a tono con un país sin guerra, es decir, darles a las armas el lugar que les corresponde en una democracia, lejos del papel de preferencia total al que están acostumbrados desde el nacimiento de la República.

Una renuncia masiva de generales es un episodio muy revelador de lo que se vive y se piensa dentro de los cuarteles en relación con la política partidista, de la que siempre deberán estar marginados, al menos mientras se consolida mucho más la tambaleante democracia. 

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