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Frontera
El drama de las madres que huyen de Venezuela
2.333 personas fueron censadas en ocho albergues de Cúcuta y Villa del Rosario.
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Jean Javier García
Domingo, 30 de Agosto de 2015

 Las mujeres tienen la misión de mantener unidas a las miles de familias que lo perdieron todo.

El estrés me está matando”, dice Aminta Fertel, de 24 años, mientras rodea junto a otras mujeres un arrume de zapatos y ropa vieja de donación.

Aminta está tratando de encontrar calzado que sea de su medida y la de sus hijos.

Usa pañoleta blanca y  ropa holgada para no maltratarse las heridas que le dejaron el parto de su último hijo. Se trata de una de las miles de mujeres que fueron sacadas por la fuerza de San Antonio del Táchira.

El cansancio se nota en sus ojos, en sus expresiones, en la manera de moverse.

Y no es para menos que sienta dolor y cansancio (como se refleja en su rostro), hace 20 días salió del parto de su cuarto hijo, Enyel David, el colombo-venezolano repatriado más joven que hoy se alberga en los refugios de Villa del Rosario.

Con sudor en la frente por el esfuerzo que significa cuidar de sus pequeños, la mujer cuenta que habita en un diminuto salón donde se alojan casi 250 personas, 80 de ellas madres de 160 niños que corretean por todos lados. Mientras atiende la entrevista dice:

-A uno el viento le hace que se le resequen los labios, todo sabe a tierra. Es que lo que sale en la televisión no es nada, ¡esto es tenaz!

Fertel es de piel negra, nació en Aguachica (Cesar), su dialecto es una combinación entre costeño y venezolano gocho (así le dicen a los tachirenses en Venezuela) y aunque la cesárea poco le permitía caminar, tiene que hacerse cargo de sus hijos como lo hacen las otras madres que se refugian en los albergues.

Mientras dialoga, otra mujer interviene:

-Señora allá están jugando sus hijos. Si quiere vaya que yo le sigo ayudando a mirar.

En el albergue San Pedro Apostol, el primero que abrió la alcaldía de Villa del Rosario para atender a los desplazados por la crisis con Venezuela hay una combinación de olores que se entremezclan y que no se airean por la falta de ventiladores en el recinto.

Huele a sudor, a tierra y a la leña que están usando para cocinar el almuerzo de 280 personas que están en el sitio.

“El caos es total: hay niños que necesitan un baño, pero solo hay uno; tampoco funciona muy bien el desagüe de aguas negras y por eso tuvieron que romperlo. Personal de la Policía, funcionarios del Estado y periodistas entran. Todos corren”, dice.

“El ambiente aquí es pesado porque somos muchos y el espacio es muy pequeñito, esta mañana nos tocó bañarnos a todas las mujeres en el patio, con la ropa puesta porque aquí no hay privacidad”, señala Clara Ochoa, otra de las deportadas.

Las caras largas porque ya es la 1:00 de la tarde y no han servido para todos el almuerzo se hace notar. Dice Omaira Gallego, una mujer que ayuda en el albergue, que muchas mujeres piden hasta doble ración para sacarles a sus maridos que están esperando afuera y que no los dejan entrar porque la regla del albergue es cero hombres.

Unas cuentan sus historias de cómo se sintieron sacadas con sus esposos e hijos, otras más calladas ante los periodistas prefieren no decir nada.  

Aminta fue dejada a su suerte en la mitad del puente internacional Simón Bolívar, que separa a Colombia de Venezuela, aún con las suturas de la cesárea y las dolencias del posparto.

Pero el dolor que tuvo que soportar cuando fue dejada en la línea divisoria es mínimo. Dice que le dolió más dejar atrás su rancho, aquel que había construido con tanto esfuerzo con 10 años de trabajo junto a su marido.

Comenta que tres horas antes, mientras alimentaba a su hijo y cuidaba de sus otros tres pequeños en casa, fue sacada a pie desde Mi Pequeña Barinas (invasión en San Antonio del Táchira) hasta un polideportivo donde había otras personas colombianas.

“Allá permanecimos una hora esperando como animales. De por sí el trato de los guardias hacia los colombianos no es el mejor” dice. “Hasta que no llenaron toda la cancha no mandaron a recogernos, y uno con esa sed y sin nada que tomar ni dónde ponerse a la sombra”, narra Aminta con tal precisión como si lo estuviere viviendo otra vez.

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