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De los nazarenos y otras juntas
Anverso y reverso
Jueves, 28 de Marzo de 2024

Recuerdo los nazarenos de mi infancia por el miedo que nos causaban. De túnica morada, cíngulo de cabuya, tejido por ellos mismos, y capirote largo que sólo dejaba verles los ojos, unos ojos de misterio y hasta de rabia.

Llevaban una varita para pegarnos a los muchachos que no les hacíamos caso. Eran unos seres como de otros mundos porque nadie los veía llegar, sino que de pronto aparecían en la iglesia, en la casa cural y en el campanario.

Por cierto, los días jueves, viernes y sábado santos no sonaban las campanas. Todo erra silencio, oración, recogimiento. Los nazarenos tocaban la matraca, en vez de las campanas. Las procesiones y todas las ceremonias religiosas desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Resurrección, eran controladas por los nazarenos: Prohibido hablar, prohibido reír, prohibido correr.

Ellos, sólo ellos, cargaban las imágenes; ellos, sólo ellos, recogían la limosna, y ellos, sólo ellos, podían acercársele al cura. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo hubo nazarenos en Las Mercedes.

Pero la costumbre llegó y se quedó y los nazarenos siguieron mandando en las procesiones. A veces los nazarenos entraban en conflicto con otras congregaciones, por cuestión de celos, o por el afán de ser los más cercanos a las celebraciones litúrgicas.

Recuerdo una vez cuando los nazarenos se agarraron a puñetazo limpio con los Caballeros del santo sepulcro. Los Caballeros, vestidos de saco y de corbata, eran los encargados de bajar de la cruz al Señor y llevarlo entre lienzos al sepulcro divino.

Los nazarenos, ese día, de sapos, quisieron usurpar las funciones de los Caballeros. Cuando los de morado iban escalera arriba a desenclavar al Mártir del Gólgota, los Caballeros, no muy caballeros, les movieron la escalera y al suelo fueron a dar nazarenos y Crucificado. Aquello fue el despelote en plena iglesia y en pleno altar.

Todavía en las naves del templo resonaba el sermón de las siete palabras y todavía las señoras limpiaban sus lágrimas con el pañolón. El cura se bajó del púlpito y se metió en medio de la pelotera. Salió con un ojo colombino y con el deseo de sancionar a tirios y troyanos. En efecto, en medio de aquella gazapera, el sacerdote expulsó del templo a los contrincantes: “Id, malditos de mi padre, a romperos las ñatas en la calle, pero no aquí en mi casa, que es casa de oración”.

Y salieron. Y se dieron. Los muchachos íbamos a favor de los Caballeros, porque los nazarenos eran muy repelentes. Después, todo se calmó, y el pueblo siguió viviendo en paz total. A partir de aquella refriega se dictaron órdenes muy precisas sobre las congregaciones y el papel que les correspondía asumir en las ceremonias de la Semana Mayor: Todo lo que tuviera que ver con Jesús Crucificado corría por cuenta de los Caballeros.

La Dolorosa, madre de Jesús, y la Verónica, que enjugó el rostro de Jesús y en su lienzo quedó dibujada la imagen del rostro ensangrentado, estaban a cargo de las Madres Católicas. Los hermanos de San Luis Gonzaga se encargaban de san Juan, el más joven de los apóstoles. Las hijas de María llevarían sobre sus hombros a María de Magdala.

Los nazarenos se encargarían de los otros pasos y de imponer el orden y la disciplina en las procesiones y en la iglesia. El Domingo de Resurrección era de fiesta. Sonaban otra vez las campanas y en los radios se escuchaban de nuevo vallenatos y rancheras. Y a pecar, hasta la próxima Semana Santa, tiempo del empate. gusgomar@hotmail.com

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